domingo, octubre 09, 2005

En el Madison Square Garden
En Manhattan se puede caminar de este a oeste, de sur a norte, sin detenderse ni un instante, ayudado por los semáforos. La lluvia cae con intensidad dirigida por un viento fuerte del norte. La temperatura es templada, pero la lluvia cala hasta los huesos y deja una sensación desagradable. Esquivando charcos y taxis, se tarda media hora en ir desde la calle 21, en los alrededores de la segunda avenida, hasta la parte de la calle 31 comprendida entre la séptima y la octava. 
Una riada humana indica la dirección de la entrada del Madison Square Garden. Ya ha empezado a tocar Keane, que hace de telonero de U2. Las entradas están agotadas desde el día que salieron a la venta. Y desde entonces no hacen más que llegar mensajes a Craigslist, ofreciendo entradas a un precio muy superior al que aparece en el billete. La reventa está expresamente prohibida, pero la gente se afana en explicar que ha surgido un imprevisto que le impide asistir al concierto. A medida que se aproxima el comienzo del espectáculo, las entradas van perdiendo valor para el vendedor, por el riesgo de no venderlas. Horas antes del espectáculo ya pueden encontrarse al precio original, el que vienen reclamando desde el primer día los muchos compradores que también se anuncian. 
Una canción muy conocida de Keane suena mientras siguen llegando personas al Garden. Algunos se lamentan por los pasillos, mientras buscan su localidad, por perderse la única que conocen. Aunque es un grupo en vías de consagración no consigue enganchar a los pocos espectadores que les escuchan. Empeño no les falta, pero saben que el público no ha ido a escucharles a ellos. Están los que atienden con vocación de disfrutar, pero la mayoría deja pasar el tiempo hasta que llegue el momento en que toque U2. Terminan poco después de empezar con esa canción tan conocida que sonaba al comienzo. Antes de marcharse invitan al público a pasarlo en grande con el plato fuerte de la noche, con un cierto aire de resignación por no haber conseguido cuajar. Tuvieron más éxito en Barcelona, sin duda. 
Tengo la impresión de que los americanos esperan ansiosos un momento breve de intensidad colectiva, que experimentan subidas y bajadas bruscas en su nivel de entusiasmo y que disfrutan más con los instantes que los europeos. Quizás por eso acogieron mejor a Keane en Barcelona, donde el concierto se vivió como una experiencia festiva que ocupó todo el día, donde teloneros, voluntarios de Amnistía Internacional recogiendo firmas y vendedores de camisetas y bocadillos formaban parte de las diferentes atracciones de la fiesta. 
Minutos antes de que comience la función, los pasillos son un hervidero de gente que hace colas para comprar cerveza y para entrar en los lavabos, de gente que aprovecha los últimos instantes para decirle a sus amigos que están a punto de ver a U2 en vivo. El público va llenando lentamente las gradas del palacio, que parece construido para albergar este concierto. Las luces van bajando en intensidad y suena un melodía que sugiere la llegada inminente del grupo. El público centra su atención en el escenario, tratando de adivinar el lugar por el que aparecerán los músicos. No se ha colocado la pantalla gigante que había en Barcelona porque en el Garden hay gente situada de espaldas a la banda. En su lugar, en el momento que sale Bono se despliega una cortina traslúcida sobre el escenario que permite proyectar imágenes sin impedir la visión. 
La puesta en escena es magistral. El concierto no comienza con “Vertigo”, como empezó en Barcelona. Quizás por ser en Nueva York, empieza con “City of blinding lights”, a la que siguen “Vertigo” y “Elevation”, antes de que Bono comience a interpelar al público, reclamando una concordia colectiva que desata las emociones de los presentes. Continúan con “I will follow”, que también tocaron en Barcelona con el agrado patente por el tema que les dio a conocer, y que desata una pasión casi histérica, la misma que desencadenan tantas otras canciones que suenan, tanto del disco nuevo como de los clásicos. La fiesta está salpicada por la reclamación de los derechos humanos para todas las personas, por menciones a la coexistencia de las diferentes civilizaciones en el mundo, por llamadas a la paz, por el recuerdo de África. Los seis primeros artículos de la declaración universal de los derechos humanos, proyectados en una pequeña pantalla, desatan la euforia de los presentes, aunque no tanto como en Barcelona, donde tengo la impresión de que se mezclaron la especial sensibilidad de los barceloneses por las cuestiones humanas y la emoción que despierta en ellos el uso del catalán por quienes no lo tienen como lengua materna. 
El Garden al completo canta la canción de cumpleaños feliz para un amigo de la banda, como en Barcelona la hubo para “The Edge”, que quería tocar allí el día de su cumpleaños y al que regalaron la camiseta del Barça con el número 10, que reconoció como la de Ronaldinho. Bono no se ha enfundado con la bandera de los Estados Unidos, como tampoco lo hizo con la española en el Calderón, según tengo entendido, lo que refuerza la intensidad del guiño que tuvo al mostrase envuelto en la senyera en el concierto de Barcelona. Al final se echan de menos “I still haven’t found what I’m looking for”, “Walk on”, el bis de “Vertigo” que acabó con el recital de Barcelona y, quizás por el escenario, “New York”. Seguro que cada uno de los presentes echa en falta su propia canción, esa que espera toda la noche, cada vez que empiezan a tocar una nueva. 
No parece que la gente acabe en el estado de éxtasis que tenía el público de Barcelona. Quizás estén más acostubrados. La concordia vivida durante el concierto se va desvaneciendo mientras la marabunta se abalanza a por los taxis que esperan bajo el diluvio a los que consiguen ser los primeros en acercarse a la calzada. También hay triciclos a pedales. No consigo explicarme la razón por la que hay personas que utilizan estos vehículos, que avanzan despacio entre la maraña loca de taxis amarillos, titubeantes, como asustadizos, movidos por el pedaleo del conductor, que chorrea por el aguacero. Quizás es la falta de taxis, a pesar de los muchos que hay, o el aliciente de lo exótico. Me pregunto si serán más baratos, aunque dudo que esa sea la razón por la que los utilizan en Nueva York. 
Los pubs de la séptima avenida tienen las puertas abiertas para que se escuche U2, que está sonando dentro. Supongo que siempre utilizan como reclamo la música del grupo que acaba de tocar en el Garden. Todos están de par en par y una chica guapa sonriente en cada uno de ellos invita a entrar. Se van llenando de aficionados, recien salidos del palacio, que vuelven a emocionarse cantando las mismas canciones que han sonado en el concierto. 
El camino que lleva a la casa de Carola, que está seis calles más abajo, está lleno de paraguas tirados por la calle, rotos por la lluvia y el viento. En Nueva York se tira todo y siempre hay quien lo recoge. Carola va amueblando su casa con lo que va encontrando y le está quedando muy bien. Cada día hay algo nuevo, que ha ido arrastrando con la ayuda de sus amigos. Ella se queja de que no tiene tiempo para cuidarlos, para organizar algún encuentro en su casa, para poder reunirse con ellos. Ella no puede salir por las noches, porque prefiere que Raimundo no salga de casa, porque sólo tiene ocho meses y está en un momento en que hay que respetar sus horarios de sueño. Entre el niño y el máster no tiene tiempo para nada. Pero se va haciendo a la vida en Manhattan. 
Uno siempre se siente bien en su casa, porque te recibe con agrado y con una cerveza, mientras desmenuza los detalles de su última experiencia en la escuela de arte en la que estudia. Le apasiona lo que hace y está encantada con cada gesto del “nuni-nuni”, que es como llama a Raimundo cuando se dirige a él con la emoción de una madre. 
Los indigentes han reaparecido una vez que se ha ido la lluvia. El camino de vuelta a casa, entre Chelsea y Grammercy por la calle 23, está siempre lleno de mendigos que aparecen en cualquier recodo, en todos los rincones, y que se agolpan en torno al parque que está en la confluencia de Broadway con la quinta avenida. Están cubiertos por completo con mantas rahídas, junto al cartel en el que explican la razón de su pobreza. Son muchos. Son tan habituales en el paisaje que la gente ni los mira. Uno tiene la impresión de que aquí, más que en ningún otro sitio del mundo desarrollado, están abandonados a su suerte. 

“Artículo 22 Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad.”
Declaración Universal de los derechos humanos, adoptada y proclamada por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948.
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