El baile de la gambeta
Las porterías eran diferentes. La red quedaba más cerca del arco y el balón parecía deslizarse como una ola cuando acariciaba el fondo de las mallas. Así fue como entró el gol en el que, pudiendo empalmarla tras dejar al portero tumbado sobre la hierba, esperó a Juan José, que fue menos Sandokán cuando se estrelló contra el poste tras la gambeta de Bersuit que le dedicó el pibe de Villa Fiorito. Ese es el primer gol que recuerdo celebrar en primera persona, frente a un televisor en blanco y negro y la mirada atónita de mi padre con las manos sobre los temporales.
Pero no fue el único que celebramos. Fuimos de la albiceleste el día que Dios le prestó su mano y sus dos piernas para devolver la honra al pueblo argentino, fundiendo el hierro--y el plomo-- de la Dama en un Estadio Azteca de cuerpos duros y paravalanchas, ante el equipo de los Old Etonians y la invasión de las Malvinas. Fue Rey de Nápoles, de la gran Villa de barrios decrépitos de mejores pasados, donde hoy una ciudad de tinieblas se puebla de velas de duelo por el que ya es su alcalde perpetuo.
Se marchó creyéndose el más grande de la historia. Y muchos lo secundan en su creencia. ¡Qué más da si lo fuera! ¡Quién sabe si esa métrica tenga algún sentido! Hoy llora su muerte Valdano, Lineker y el Mágico Gónzález; y Goikoetxea, y Bilardo, y Menotti. Hoy todos lloramos con la congoja del que despide al más grande, lo fuera o no lo sea.
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