lunes, octubre 24, 2005

Bajo los pies del viajero
El viajero recién llegado a Nueva York es fácil de identificar. Contempla la ciudad con admiración. Reconoce con emoción patente los lugares que aparecen en “Misterioso asesinato en Manhattan”, en “Enamorarse” o en “King Kong”. Mira siempre hacia arriba, perplejo por la fascinación que producen la altura de los edificios del Midtown, las escaleras de incendios de los bloques de seis alturas del East Village o los suntuosos edificios residenciales del Upper East Side. Observa con sorpresa mareas humanas cruzando las calles con los semáforos en rojo. Mira con desconfianza a los grupos de cualquier tribu urbana de Harlem. Avanza dubitativo en los túneles del metro, tratando de adivinar cuál es su tren. Fotografía el edificio de la Bolsa, el Empire State o los rascacielos vistos justo por encima de las ramas de los árboles de Central Park. Sale de un espectáculo de Broadway y aprieta su bolso contra sí, mientras trata de hacerse paso entre la muchedumbre que abarrota Times Square. Compra compulsivamente imitaciones de perfumes, de relojes o de bolsos para regalar de vuelta a casa. Se deja aconsejar por el sumiller de un restaurante que aconseja el mejor vino para acompañar un pescado capturado en algún país remoto. Mira incrédulo los puestos de Chinatown, donde las anguilas vivas se mezclan entre sapos hacinados en cubos. Guarda una cierta distancia observando algún grupo que improvisa un cuarteto de jazz en Washington Square. Y se queda absorto con el pulso de la ciudad más vibrante del mundo.
Las aceras de Nueva York están salpicadas de trampillas metálicas que quedan bajo el paso del viajero, que las pisa ajeno a su existencia. Un candado cierra dos hojas de chapa que se pliegan sobre las escaleras empinadas por las que se accede al sótano del edificio. En ocasiones se abren y muestran las entrañas de la ciudad, esa parte que no se ve, pero que sostiene el ritmo loco del lugar más endiablado del planeta. Es un submundo imprescindible de trabajadores ilegales, latinoamericanos emigrados sin seguro médico, gentes que no hablan inglés, que se ocupan de que la maquinaria no pare. Hombres de poca estatura que suben cajas, bajan botellas o se secan el sudor o el agua de lluvia que cae sobre ellos. Reflejan su desazón por el mundo sin perder la sonrisa. Ocasionalmente se escucha la celebración de un gol del América de Cali o de los tiburones rojos de Veracruz. A veces se ve a una pareja que intercambia miradas con un fondo de merenge o de reaggeton; uno imagina que al llegar la noche y terminar la jornada, volverán a buscarse como dos adolescentes en algún rincón, antes de volver a sus casas de Brooklyn, de Queens o del Bronx. Son gentes que dejaron su tierra, la que sueñan cada noche, para sacar a los suyos de la miseria. Son personas de mil historias, de mil desdichas. Son los viajeros que llegaron de noche, con la ayuda de los coyotes que amenazan a sus familias si no pagan sus deudas infinitas. Las guías de viajes no miran a los sótanos, lugares inhóspitos enfoscados en bruto, donde los que no aparecen en los censos se mezclan con las ratas, bajo restaurantes lujosos, donde un cliente da su aprobación a un pescado recién traído de cualquier confín del mundo.
New York, 24 de octubre

Esta es la vida del emigrante
del vagabundo del sueño errante.
Coge tu vida en tu pañuelo
con tu pobreza tira pa´lante.

"El emigrante", Celtas Cortos.
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