sábado, octubre 27, 2007

La herida abierta

Conocí a Antonio hace algo más de un año cerca de su casa de Atlantic Avenue, donde vivió desde los años sesenta. Una noche su madre lo despertó y lo sacó de su casa envuelto en una manta. Tenía seis años, pero recordaba todos los detalles de un tortuoso viaje que lo llevó desde un pueblo de Salamanca hasta Évora en una camioneta militar. Allí pasaron algún tiempo, en el que conoció a su amigo Miguel, con quien se reencontraría años después en Nueva York. Después fueron a Lisboa para embarcarse rumbo al otro lado del Atlántico. Vivió más de veinte años en el Distrito Federal de México y se casó con una chica de Puebla que al poco tiempo decidió tomar un camino distinto al suyo. 
Llegó a Brooklyn más tarde, tras la muerte de su madre, huyendo de muchos recuerdos y de sus compañeros de exilio español. Siempre pensó que le habían arrancado su verdadera vida de cuajo y que estaba viviendo otra que no le correspondía. Quiso creer que lejos de aquel círculo podría forjar una nueva que le perteneciese y pensó que Nueva York le ofrecería el marco que necesitaba. Pero allí descubrió que siempre sería prisionero de una pesadilla que se acercaba a visitarle algunas noches, de la que siempre despertaba agitado tras el sonido de unos disparos. 
La segunda vez que nos vimos fue en su casa. Olía a tabaco y a soledad. Sirvió un par de tazas de café aguado y me precedió por un pasillo estrecho y oscuro que sonaba a madera hueca bajo nuestros pasos. En el comedor me enseñó sus tesoros: viejas ediciones de clásicos de la literatura española, recortes de periódico y algunas fotos de la España de la posguerra. A pesar de tantos años lejos de la tierra que lo vio nacer, siempre se había sentido atrapado por el embrujo de un país que sólo existía en las noticias, en las charlas con otros exiliados y en su imaginación. 
El día que volvió al pueblo del que había salido huyendo en medio de la noche, se acercó a un monte cercano a hablar con su padre. Llevaba cuarenta y ocho años eligiendo las palabras para el día del reencuentro, pero una vez allí, frente a frente, su garganta rota sólo pudo emitir un quejido. Fueron unas palabras al viento que se perdieron en la Sierra de Francia, donde aún reverbera el sonido de los disparos que mataron a su padre. 
Hace unos días quise acercarme a pagarle una visita debida a Antonio, pero llegué tarde. Murió hace dos meses. Miguel me dijo que lo hizo consciente de que el cáncer le arrancaba la existencia y que enfrentó la muerte con la misma dignidad con la que afrontó la vida. Antonio dedicó buena parte de sus últimos años a rescatar los huesos abandonados de su padre, pero murió sin saber dónde yacen. Algunos le acusan de haber querido resucitar fantasmas del pasado, de avivar el rencor, de reabrir la herida de las dos Españas. Pero él sólo quiso honrar la memoria del padre que le arrebataron una madrugada, dejándole el corazón helado para toda la vida. Me acuerdo de Antonio y me imagino el escalofrío que habría sentido si hubiese visto la horda que ayer jaleaba al grito de a por ellos. La misma que le reprocha que no quisiera dejar este mundo sin cerrar una herida abierta que nunca dejó de sangrar.
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