Me he despertado en medio de la noche, tratando de amoldarme al horario de los normales, con la presión en las sienes del que no ha dormido casi nada en los últimos días. He salido de un sueño de blogs anidados, en forma de muñecas rusas, que se abrían y cerraban tras pulsar en los enlaces de unos a otros, con el frenesí de lo incontrolable, tratando de dar respuestas a la desazón que se ha ido apoderando de mí a medida que caía la tarde. Había perdido la postura erguida frente a la pantalla del ordenador en el que busco respuestas a las preguntas que me inundan; preguntas de la vida y de lo que encierran las campañas electorales, que es lo que trato de entender desde que llegué a Nueva York con mi beca bajo el brazo. Había tratado de evitar la llegada de la noche con los piés sobre el sofá, el mentón entre las rodillas, las manos en los tobillos, buscando la posición en la que tenía la protección del vientre de mi madre hace ya más de veintinueve años, con la incomprensión del que no entiende nada, con el desamparo del que busca explicaciones en correos electrónicos que no sabe si llegarán. Me he despertado con la desazón mutada en decepción, con la sensación de la insoportable levedad del ser que escribió Milan Kundera, buscando consuelo en las teclas y en un bucle infinito de Candombito, esa música sin letras de Kevin Johansen que ayer me inundaba de sensaciones. Me he puesto a escribir junto a una infusión humeante en la que busco relajo para mi garganta castigada por el uso, el humo y el desvelo de los últimos días y que espero que me ayude a dormir en esta noche triste, en la que se cierra una etapa que estuvo a punto de abrirse. Ha sido un día extraño, en el que me he dejado seducir por la ciudad desde que te dejé a la entrada de la boca del metro amarillo que está en la 23 con Broadway. He paladeado el día esperando la tarde, deambulando durante horas por calles, perdido entre los libros de una librería en la que he buscado con lentitud Here is New York, que escribió E.B. White desde la tórrida sala de un hotel en el año 1948. Ha sido un día agridulce, que ha ido acabando desde que he abandonado el ventanal del Starbucks de Union Square, en la esquina de la 17 con Broadway, con la sensación de abatimiento que produce el pesar por un desengaño. He dejado atrás mi torreón, desde el que disfrutaba de la visión de gentes que corrían a mi alrededor sin saber que alguien les miraba con la pasión del que se siente observador entre visillos de una ciudad frenética. Arrastrado por la marea de gentes, he vuelto a sentirme uno más en el vibrar de una ciudad que se marchaba a dormir después de un largo día.
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