Kostas
Kostas nació en Sparti a finales de los años cuarenta. Su padre murió de una neumonía cuando tenía cuatro años y se marchó con su madre y una hermana a la casa de un tío suyo en el barrio de Astoria. Su tío era estibador y un día se enroló en una barco que le llevó a Nueva York. Comenzó a trabajar en un muelle de Queens, justo enfrente de Roosevelt Island. Cuando se enteró de la muerte del padre de Kostas, no dudó un segundo en enviarle dinero a su hermana para que se trasladara con sus hijos a vivir con él.
Kostas fue al colegio Agios Demetrios de Astoria hasta los 14 años. Su tío ya había planeado que trabajara en una taberna del barrio, así que no tuvo otra opción. Sostiene un capuccino humeante mientras me cuenta que era bueno en matemáticas, pero que no se arrepiente de haber entrado en el negocio de la hostelería. Ahora regenta una cafetería moderna en la Broadway de Astoria y dice que le va bien, esbozando una mueca de afirmación.
Kostas va a Grecia cada año. Su gesto tranquilo empieza a crisparse cuando habla de la situación política de su país. Despotrica de Simitis, del que dice que llevó a Grecia a la ruina por su gestión de los Juegos Olímpicos. Karamanlis le parece un inepto que no acaba de atajar el problema de aptitud de los griegos. Sin embargo, aunque se confiesa simpatizante de Nea Demokratia, elogia a Papandreu: nada que ver con su hijo, apostilla.
Kostas se levanta temprano cada día. Recibe a sus proveedores, otros griegos de Nueva York, a primera hora de la mañana y después abre la cafetería al público. Se pasa allí todo el día, hasta las once que cierra. A la hora de comer se va a la taberna de Yorgos, donde almuerza desde hace más de veinte años. Allí se junta con sus amigos, todos emigrantes o hijos de emigrantes. Su vida le parece normal, igual que la de otros compatriotas emigrados. Trabaja de sol a sol y lleva una vida austera. Todo lo que gana lo ahorra para el momento de la jubilación. Volverá a Grecia a vivir sus últimos días en la tierra que le vio nacer. Para Kostas, Estados Unidos no es más que el país en el que le ha tocado ganarse la vida. No es más que una etapa que hay que pasar para llegar al estadio superior que empezará el día que regrese.
Se ha hecho de noche en Astoria. Kostas se marcha un momento a hablar con otro griego que ha venido a verle. Antes de abandonar mi mesa, se asegura de que no quiero más café y le repite a la camarera que no me cobre. Le miro de lejos gesticular y agitar su coboloi de manera pausada pero incesante y me dejo llevar por el recuerdo, tan distinto, de la primera vez que pisé Nueva York, hace exactamente siete meses.
Elina acaba de entrar por la puerta. Cogemos las maletas y nos vamos a su casa. Kostas me cita en la taberna de Yorgos para comer algún día de estos. Llevo tres horas en Nueva York y todo me resulta tan familiar, que me siento como en casa.
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