Los caminos del azar
Newland Archer se dirigió hacia el mirador donde estaba la condesa Olenska. Un deseo irrefrenable le empujaba a verla, pero decidió que sus miradas no se cruzaran. Él vio su silueta al fondo, junto a las aguas, y pensó que solamente se acercaría si ella se giraba. Quizá un viento molesto en su cara o un ruido tras de sí le harían darse la vuelta y encontrase con la figura de un hombre que la contemplaba deseoso de encontrase con ella. Pero el día era apacible y silencioso; ella permaneció inmóvil y él se marchó con el abatimiento que produce el fracaso. Uno querría decirle que ella también quería verlo y que era muy sencillo que pudieran disfrutar de la compañía mutua. Pero él quiso que fuera el azar el que dispusiera el encuentro. Y aquel día la suerte no se puso de su parte.
Qué fuera lo que empujó a Newland Archer a decidir que una absurda coincidencia pudiera cambiar el guión ya escrito de la película es algo que queda a la interpretación libre de cada cual. Es posible que le invadiera el hastío de ser el único en querer cambiar el destino ya decidido de dos personajes; o la fe ciega en que los acontecimientos acaban donde tienen que hacerlo, sin que uno deba desafiar las fuerzas de la naturaleza con demasiado empeño. Uno quiere pensar que se equivoca, que el destino lo decide uno mismo. En ocasiones, uno piensa que las cosas pueden ser como las sueña, si persiste en el intento. Pero en otras, uno prefiere no tensar las cuerdas que manejan las marionetas que somos y dejar que la mano invisible nos libre de la carga de decidir nuestro horizonte.
El frío ha caído sobre la isla de Manhattan. La humedad asfixiante de los primeros días ha ido desaparecido lentamente entre las nubes grises que han ido cubriendo la ciudad de forma silenciosa. Las manos tiemblan buscando los bolsillos, la nariz enrojece, la cara se tensa y el paso de pies fríos se acelera buscando un lugar más cálido en el que poder detenerse a pensar. La frialdad le recuerda de sopetón que ya ha pasado el ecuador de su estancia en Nueva York. Sólo quedan cinco semanas, que cada día parecen más insuficientes para volver con los deberes hechos. Una cuesta abajo que uno siente que se hace más picada a cada momento. Unos días que uno siente escasos para cerrar una etapa.
La ciudad sigue su ritmo frenético y no espera a los rezagados. Park Avenue South es un hervidero de personas que se encuentran para vivir una noche de viernes lejos de la soledad que se apodera de las gentes en un espacio sin tregua. Esperan a que los semáforos detengan el devenir imparable de taxis amarillos entre sonrisas y gestos de ternura. El hombre que apenas sobresale del puesto de cacahuetes en el que trabaja a la intemperie dejó de mirar las caras del triunfo hace tiempo. Se afana en calentarse frotando sus manos decrépitas por el frío y unos genes que no quisieron darles la forma habitual. Uno evita su rostro y dirige la mirada hacia un ventanal que le separa de una pareja que escenifica poses ensayadas en momentos de soledad. Y pasa de largo.
¿Qué planes tienes para mañana? No lo sé. Sólo puedo pensar en el día que se está marchando hoy.
"Caminante son tus huellas
el camino, nada más;
caminante no hay camino
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino
sino estelas sobre el mar.
¿Para que llamar caminos
a los surcos del azar...?
Todo el que camina anda,
como Jesús sobre el mar."
"Caminante no hay camino", Antonio Machado
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