María
Hoy, muy de mañana, un pueblecito de La Rioja ha amanecido entre las primeras gotas de rocío. María ha vuelto a ponerse sus ropas negras de duelo perpetuo que deslucen su rostro desde que un infarto fulminante acabara con la vida de su Manolo en la era. Hace mucho tiempo que María recorre puntual el camino entre cipreses que lleva de la fuentecilla al cementerio. Cada 1 de noviembre, desde hace más de veinticinco años, va a ver a su marido difunto bajo un sol frío de noviembre. Con una rutina aprendida, cada año cambia las flores, desempolva la lápida y clava las rodillas para rezar unas oraciones delante de los huesos roídos del padre de sus seis hijos. Cada año se acerca a decirle en voz baja que siempre lo quiso, aunque su corazón viajara lejos, cada noche, cuando se cierran los ojos, a encontrarse con el de Paquillo, su primer novio, que un día se fue del pueblo a buscar fortuna en Madrid.
Paquillo volvía cada año, por las fiestas, en un Mercedes blanco que le habían traído de Alemania. Este año llegó viudo. El día 16 de agosto, día de la patrona, María salió de casa, con sus ropas de siempre, camino a la procesión. Paquillo la esperaba en la esquina de la calle del General Sanjurjo, la que baja a la iglesia, para decirle que siempre la quiso, que se marchó obligado y buscó otra mujer en la que poder olvidarla. Pero María no se detuvo y siguió calle abajo como si no escuchara nada.
A miles de kilómetros de allí, todavía en la madrugada del 31 de octubre, las calles del West Village siguen atestadas de gente. Nueva York celebra Halloween con una fiesta en la que personas de todas las edades emulan el mejor carnaval, para comunicarse con los que murieron en la tierra y habitan en Tir nan Og, ese hedén de la eterna juventud y felicidad de los antiguos celtas. La procesión que ha recorrido la Sexta Avenida es muy distinta a la de viudas de luto que cada 1 de noviembre van a llorar a sus muertos en los cementerios de España. Esqueletos, brujas, magos y hadas recorren las calles entre cánticos y danzas. Se invocan diablos con ouijas pidiendo felicidad eterna. Una pareja se busca con pasión en un bar de la calle Bleecker; uno piensa que dentro de un tiempo se habrán olvidado y que ella no buscará el alma de él en las noches, mientras yace bajo otro hombre.
María se ha levantado temprano, como cada 1 de noviembre. Busca la cuneta de tierra de un camino que asfaltaron en septiembre, cuando construían la autovía que lleva a Madrid, que segó los cipreses y enclaustró la mitad de la senda bajo un túnel que ella se apresura a atravesar. Está afanada limpiando el sepulcro, cambiando las flores, arrancando unos matorrales que han crecido al pie de la tumba. Hoy no se arrodillará ante Manolo. Con la dignidad restaurada desde el 16 de agosto, le dirá radiante que sus nietas de Madrid han venido disfrazadas de brujas y que han traído unas calabazas huecas en las que han puesto velas. Le hablará de la nueva autovía, que le trae a los hijos que se marcharon a buscar trabajo lejos del campo y a los negros que estuvieron vendimiando en el latifundio del Conde. María sabe que ya puede morir feliz.
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