El arraigo
Descubrí el arraigo cuando conocí a Elena, que se había pasado toda su infancia viviendo en diferentes países. Ella no sabía lo que era y llevaba esa huella en la obsesión por la inmediatez que rodeaba todo lo que hacía. Reconstruir una infancia sumando recuerdos que no se solapan puede ahogarte de por vida. Uno busca referentes que no existen y cuerdas que le aten y la melancolía por lo que nunca pasó le atenaza cada vez que se entrega a la pasión de vivir.
También vi el arraigo en Griselda, que empezó a escuchar tangos cuando se marchó de Buenos Aires, para casarse con un español. Ella se afincó en Madrid y supongo que allí sigue, con la misma nostalgia de Avellaneda cuando está acá que por Chueca cuando está allá. Decía que le gustó el tango cuando empezó a recordarle las calles que había dejado al otro lado del Atlántico. Le gustaba recrearse en sus recuerdos tristes y nunca supe si dejó de maldecir a aquel madrileño que le hizo ser de dos mundos y añorar uno de ellos a perpetuidad.
He visto el arraigo en un buen amigo que vive en Brooklyn entre fotos de un río del Norte Chico y de la casa que construyó su abuelo en Santiago. Y también he visto el arraigo en Miguel, que vende salami en un supermercado de Manhattan y que ahorra para llevar cada año a sus hijos a la tierra donde no pudieron nacer.
El arraigo es el amor por las raíces que surge cuando uno está lejos. Es el sentimiento que nace de la identidad propia. Es el miedo a no poder mirarse en el espejo de la infancia. Hoy he visto el arraigo, junto a una ventana de Brooklyn, entre el mal humor de las mañanas de lunes, al ver una sonrisa que sólo ha brotado al rescatar un puñado de pesos chilenos del bolsillo de un abrigo olvidado en el fondo de un armario.
New York, 7 de noviembre
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