La taberna de Yorgos
Un ruido ensordecedor me despierta de mis pensamientos con un sobresalto. Acaba de pasar un tren seis metros por encima de mí y el amasijo de hierros que compone la estructura que soporta la vía no para de temblar. La línea N-W sale de las entrañas de Manhattan nada más cruzar el East River y se pasea por lo alto de Astoria hasta llegar a Ditmars Boulevard. Desde los trenes se ve una de las mejores vistas del Midtown. Los rascacielos de Manhattan al fondo contrastan con los almacenes y los modestos edificios de Queens, que quedan a ambos lados de las vías del metro. Una vez en el corazón de Astoria, el paisaje se torna de color Londres Victoriano, salpicado por algunos edificios neoyorquinos de posguerra, bloques en forma de paralelepípedo rectangular de base angosta y cinco alturas, con escaleras de incendios en la fachada.
La taberna de Yorgos se encuentra en la Calle 31, cerca de la Avenida 30. La parte izquierda del local queda detrás del mostrador, que parece copiado de cualquier bar de Kefalonia, la isla donde nació Yorgos. La barra está llena de pasteles de espinacas, empanadas de carne y baklavas. La camarera se acerca y me pregunta con una cierta desgana si puede ayudarme. Aunque la expresión es absolutamente americana, su acento revela al instante su país de procedencia. Kostas se levanta y se dirige hacia mí con determinación, diciéndole una frase a la camarera de la que solo puedo descifrar que soy de España. Además de una bandera de Grecia que cubre buena parte de una de las paredes, las fotografías de unas ruinas jónicas y de unas calas situan la taberna a miles de kilómetros de aquí.
Los hombres juguetean con sus begleris o cobolois mientras hablan con relajo, gesticulando y agitando las manos en señal de resignación. Kostas ya ha comido, pero me pide un bifteki y una horiatiki salata, que llegan en pocos minutos. A mi alrededor siguen enzarzados en una discusión amable que no consigo situar, mientras de fondo se escuchan las noticias que llegan de una estación de televisión griega.
Yorgos acaba de encender un cigarrillo. La ley lo prohibe, pero dice con arrogancia que en su bar hace lo que él quiere. Y me invita a encederme uno, que fumo mientras llega un café turco que en Grecia siguen llamando 'griego'.
Kostas se marcha cuando llega Ekaterini, la hija de Yorgos, que estudia un máster en Stern, la Escuela de Negocios de NYU. A diferencia de su padre, ella ha visitado Madrid y Barcelona, además de otras ciudades europeas. Le encanta Grecia, pero supone que acabará trabajando en alguna empresa financiera de Nueva York. Intercambiamos los números de teléfono y me marcho a casa de Elina a recoger mis maletas. Hoy me mudo a Brooklyn Heights.
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