Noctilucas
Cuando un golpe de la brisa que se desprendía del East River agitó su pelo, él se fijó en ella, como el que mira hacia otra parte, y observó cómo volvía a colocar cada mechón en su lugar con delicadeza, uno por uno, con la vista puesta en el río, que resplandeciente en el ocaso buscaba con ímpetu la desembocadura, impulsado por la marea. Al otro lado se alzaba la ciudad, impasible en su cuerpo de acero, cristal y hormigón, instalada a modo de cortina semitransparente entre sus ojos y las miles de historias que ocultaba tras su fachada imponente. De nuevo, su imagen enmarcada por la ciudad. Aquella estampa de fotografía le llevó a viajar a la velocidad de la luz a través de los sinuosos caminos del pensamiento. Se había habituado a ignorar lo que dicen las palabras y a aprender de los mensajes que guardan los silencios, así que apenas se inmutó cuando ella pronunció unas palabras que se marcharon con el murmurar del viento que los arropaba. Sólo pudo fijar su atención en los destellos que el sol de aquel día había depositado sobre el río mientras daba sus últimos coletazos, antes de desparecer para siempre. Y entonces sintió en su interior la misma fosforencia de aquellas aguas, que brillaban como un mar alumbrado por noctilucas en una noche cerrada.