lunes, junio 12, 2006

Arenas de soledad
Sólo el trazo de una vivencia. Un retazo del alma y el esbozo de un recuerdo de Astoria, del Upper East Side y de Central Park. Arenas de soledad, de Habana Blues: 
Empezar de nuevo
sin destino y sin tener
un camino cierto que 
me enseñe a no perder la fe.
Y escapar de este dolor
sin pensar en lo que fue 
¿cuánto aguanta un corazón 
sin el latido de creer? 
En lo bello, 
en la verdad de la esperanza
de esta sed de amar,
en los sentimientos 
que se quedan, 
sueños que perduran.
Y busqué y subí y fui preso 
entre las alas del amor
sin distancia y sin recuerdos 
en las arenas de esta soledad. 
Presa de un silencio roto 
hijos del amanecer 
que nunca alcanzó esa luz
tan confundida en el placer. 
Y cierro los ojos
sólo para comprender 
cuánto aguanta un corazón 
sin el latido de creer.

miércoles, junio 07, 2006

En City Hall
Esa mañana Pedro se despertó entre la dulzura de un sueño. Se resistió a abandonarlo y trató de volver al interior de la fantasía que había vivido como real apenas unos minutos atrás. Pero su intento de revivir la experiencia le pareció demasiado irreal para ser parte del sueño. Ya no era más que un intento de luchar contra la nueva realidad que le traía la vigilia.
Se levantó, tomó un café solo y unas tostadas y salió de casa. El sol ya había ganado altura e iluminaba el azul de un cielo sin nubes. Encendió un cigarrillo y comenzó a caminar hacia la boca de la estación de Court Street que queda junto a la iglesia de la Santísima Trinidad de Brooklyn Heights. Recorrió en silencio los pasillos angostos y sucios horadados bajo los cimientos del templo hasta llegar al andén, en el que esperaban otras dos personas. El metro tardó en llegar y mientras tanto intentó volver a ponerle rostro a la protagonista del sueño. No tenía nombre, como ninguno de los pasajeros que le acompañaban en el vagón, camino de Manhattan. Trató de concentrarse en unos escritos, pero su imaginación volaba a otros lugares.
El tren se detuvo en City Hall más de lo debido. Veinte minutos después, las caras de enfado de los pasajeros se crisparon por completo al escuchar la megafonía de la estación. Una voz casi inaudible les informaba de la suspensión del servicio. La gente caminaba apresuradamente y se amontonaba al pie de las escaleras de las salidas. Al salir, Pedro se encontró con una legión de policía. Los accesos al metro estaban acordonados y numerosos agentes se aseguraban de que nadie se acercara a niguna boca. Un oficial pasaba revista con aire marcial a un retén de dieciséis miembros bajo el andamio de las obras del edificio de la esquina de Broadway y Chambers Street. Unos metros más a la sur, otro grupo de policías tomaba café en la puerta del Starbucks.
Pedro se dirigió hacia la estación de Chambers Street y tomó la línea 2 hasta la calle 14. Bajó dos manzanas y caminó hasta un edificio del sector oeste de la calle 12. Utilizó su carnet universitario para identificarse y acceder al edificio sin firmar en la hoja de registro de visitantes. Tomó el ascensor hasta la séptima planta y entró en una de las salas a través de un pasillo en el que se cruzó con dos desconocidas que le saludaron amablemente. Allí estaban Arnoldo y una chica a la que no había visto antes. Estaban escribiendo una pancarta en la que se leía: "Ningún ser humano es ilegal".
-Hola, soy Belén. Vos sos Pedro, ¿cierto? Ayer hablamos por fono. -Sí, soy Pedro, ¿qué puedo hacer? -Arnoldo se tiene que marchar a trabajar. ¿Te quedás conmigo y me ayudás a hacer unas octavillas? Luego hay que repartirlas en Union Square.
Se pusieron delante de un ordenador y Belén tecleó un texto en inglés y en castellano en el que se invitaba a asistir a la manifestación. Pedro observaba cautelosamente el texto. A pesar de la velocidad a la que escribía Belén, le pareció que el estilo era muy preciso. Identificó un español de Argentina en alguna de las expresiones y dudó sobre una de las palabras de la versión inglesa. Pero le pareció perfecto.
Salieron a la calle y entraron en un café de ambiente parisino. Las mesas eran círculos de mármol de un blanquecino grisáceo sostenidas por pies modernistas de hierro forjado pintados con pintura plástica de color negro. En la pared colgaban dibujos y fotografías del Montmartre de los 60. La luz entraba a raudales por grandes ventanales que iban desde el techo hasta el suelo. Pedro pidió un café con leche; Belén decidió tomar un té con limón.
Ella había llegado a Estados Unidos tres años atrás para hacer el Master en Relaciones Internacionales en la Universidad de Georgetown, con una beca Fulbright. Llevaba desde septiembre en Nueva York, trabajando en una empresa de evaluación institucional de países emergentes. Su tono pausado contrastaba con la velocidad con la que pulsaba las teclas del ordenador. Tenía un aspecto muy cuidado, lleno de pequeños detalles de un estilo muy peculiar. Llevaba una falda larga con una escala de rojos anaranjados a fucsias y una camiseta negra ceñida, con el cuello de pico. Su anillo tenía una piedra negra y sus pendientes eran del mismo tono que el del centro de la escala cromática que coloreaba su falda. Acompañaba sus palabras con movimientos tranquilos de sus manos, mostrando las palmas abiertas cada vez que dejaba entrever una sonrisa.
Belén le explicó el motivo de la manifestación: -A varios congresistas se les ocurrió la brillante idea de criminalizar a los indocumentados. Ese gesto demuestra la estrechez de miras que tienen muchos políticos para abordar un problema que tiene esta sociedad, en la que viven más de 12 millones de personas en régimen irregular. Pero se han encontrado con el rechazo de la mayoría de la sociedad civil, incluso con el de ciertos sectores republicanos. Han paralizado el proyecto de reforma de la Ley, pero todos los hechos han desatado un movimiento imparable que reclama un cambio radical en sentido contrario. La economía de este país se nutre de inmigrantes que son explotados cada día en sus puestos de trabajo. No tienen acceso a los seguros básicos de protección social. Muchos de ellos han decidido no llevar a sus hijos a las escuelas. Hay trabajadores que llevan aquí muchos años y siguen sin poder regularizar su situación. Pero lo que hoy vamos a reclamar no es sólo el derecho a la residencia. Esto no es más que el germen de un movimiento imparable que les dará los derechos civiles y laborales que les corresponden, que les hará salir de las tinieblas de la sociedad y que, más allá, se convertirá en un proceso de dignificación de la condición humana de quienes están levantando el país cada día.
Una vez hubieron repartido los panfletos en Union Square volvieron a la oficina. Allí había un grupo de sudamericanos y una chica suiza que hablaba español con una mezcla de acentos francés y chileno. Pedro empezó a conocer a los presentes mientras Belén salía de la sala. Desapareció.
Al parecer, habían cerrado muchas estaciones de metro de los alrededores de City Hall, así que bajaron por Broadway caminando. Por el camino se encontraron a otros manifestantes portando banderas de Estados Unidos y de decenas de otros países. A medida que se iban acercando al lugar de la manifestación, las calles se iban llenando de personas que confluían en Broadway desde las calles aledañas. Tuvieron que deternerse a cientos de metros de la cabecera. Aún faltaba una hora para que la manifestación echase a andar, pero todo el barrio estaba abarrotado.
Un cordón policial ayudado por vallas metálicas se encargaba de que la manifestación transcurriera sin salirse de los límites de seguridad que habían trazado en las calles por las que discurría la marcha. El desfile era un dragón multicolor que agitaba banderas, pancartas y que coreaba eslóganes en medio de un ambiente festivo. Caminaban con lentitud hasta que tuvieron que detenerse. Ya no se podía avanzar más y decidieron permanecer en el sitio cantando canciones de Silvio Rodríguez y algunas otras que Pedro no pudo identificar.
De repente se hizo el silencio. Trescientos metros más abajo comenzaron a pronunciarse discursos muy breves en inglés, reclamando la regularización de los inmigrantes. Tras escuchar a los tres primeros oradores, Pedro pudo identificar la figura de Belén acercándose decidida al micrófono. No habló de la contribución de los inmigrantes a la economía norteamericana, ni del derecho a disponer de la residencia, o de derechos laborales, como habían hecho los anteriores. Habló de los derechos inalienables del ser humano, que le son propios por su condición de persona y que ninguna legislación puede pasar por encima. Dijo que la negación de los derechos civiles era en realidad una violación de los derechos humanos. Se mostró convencida de que el proceso sería integral: sólo es cuestión de tiempo que reconozcan lo obvio, terminó. Pedro pensó que quizás no la volvería a ver nunca más y ya no pudo escuchar a los que siguieron después.
La muchedumbre fue dispersándose lentamente. Pedro se despidió de sus compañeros de manifestación y se quedó sentado en un banco de un pequeño parque delante del Ayuntamiento. Empezó a imaginarse la manifestación que había tenido lugar en las mismas calles en el año 1927. La gente avanzando entre el griterío, la policía a caballo embistiendo a los manifestantes, la dispersión violenta de una marcha que no pudo evitar que ejecutaran a los anarquistas Sacco y Vanzetti. Ellos, culpables o no de los asesinatos que se les imputaban, perdieron su vida en la silla eléctrica por orden de un auto dictado por un jurado que dijo actuar en nombre de la sociedad.
Pedro volvió a su barrio cruzando el East River por el Brooklyn Bridge. Demasiadas emociones que digerir como para adentrarse en los sucios túneles del metro. Prefirió caminar. No tenía prisa. El sol ya había caído sobre los rascacielos del distrito financiero de Manhattan, que comenzaban a iluminarse en la oscuridad del anochecer. Recorrió el Brooklyn Heights Promenade antes de llegar a casa. Al fondo se veía el estallido de luces de la Gran Manzana. 
Al llegar a casa se encontró un correo electrónico de Belén. Quería volver a tomar un té con limón con él algún otro día.

martes, junio 06, 2006

Bandas sonoras
Cada vivencia, por nimia que sea, impresiona un rincón de nuestra memoria. Muchas de esas experiencias quedan olvidadas en ese almacén, hasta que una melodía nos devuelve ese momento efímero que pensábamos haber olvidado para siempre. Como por arte de magia, un momento del pasado nos inunda las vísceras llevado de la mano de una canción.
El creador se sienta delante del papel sin saber que el sentimiento que impregna su bolígrafo se escapará de sus manos y dejará de ser suyo. Sin pretenderlo, las notas echarán a volar y se convertirán en la banda sonora de millones de vidas. Y cada uno de nosotros se sentirá dueño de esa canción, que tendrá un significado diferente en cada rincón del planeta.
Hay bandas sonoras compartidas, músicas que sonaron en un momento que dos personas registraron en sus estómagos a la vez. Son los sonidos de dos vidas que se solapan a ratos para sentirse parte de una única existencia. Esa canción les pertenecerá durante un tiempo y les devolverá a ese momento dulce cada vez que se acerque a sus oídos. Se habrá convertido en un secreto que podrán rumiar juntos cada vez que la melodía se haga presente. Y cada vez que suene, no hará falta más que una mirada para saber que esa canción les pertenece, porque es parte de un sentimiento compartido.
Pero un día, esa canción que sonaba en el coche camino a alguna playa escondida, o en el dormitorio de un piso prestado, cambia por completo. Esa banda sonora lo será de dos vidas que se olvidaron y sonará de forma diferente en la de cada uno de ellos. Uno recordará la música con el cariño que se tiene por los recuerdos de un sentimiento que se fue desvaneciendo con el paso del tiempo. Pero esa música que adormecía los músculos que rodean el abdomen se clavará en la garganta del otro, dejándola reseca; se habrá convertido en un sonido maldito que enrojece sus ojos con solo imaginarlo.
Esa música que ahogaba el alma deja de hacerlo algún día. De pronto, el rumor de sus notas se aproxima hasta nosotros y nos susurra que ya no hace daño. Cuando menos lo esperamos, se acerca a anunciarnos que sólo viene a traer el dulzor del recuerdo de una vivencia que nos hizo felices en algún momento de nuestra existencia.
You think I'd leave your side baby
you know me better than that
you think I'd leave you down when you're down on your knees
I wouldn't do that
When you're on the outside baby
and you can't get in
I will show you you're so much better than you know
when you're lost and you're alone and you can't get back again
I will find you darling and I will bring you home
And if you want to cry
I am here to dry your eyes
and in no time
you'll be fine
"By your side", Sade

viernes, junio 02, 2006

Familias
Una vez escuché decir que nos encontramos con una familia impuesta, mientras que somos nosotros los que elegimos a nuestros amigos. Y escuché decir que la familia, en consecuencia, queda en un plano inferior.
Nunca pude entender esas sentencias. La familia se va eligiendo. De la misma forma que esos primos segundos que llevan mi apellido nunca fueron mi familia, sé que tengo una cita con ese otro primo segundo que me espera puntual, cada año, como si no hubiera pasado el tiempo. La familia se encuentra al nacer, pero se va construyendo día a día, después de una enfermedad, de un despido del puesto de trabajo o cuando uno se encuentra muy lejos. Estos son los momentos en los que la familia se va creando, cuando la vemos a nuestro lado en el momento en que más la necesitamos. La madre que vela el cuerpo ferviente del hijo enfermo no se elige, pero sus cuidados van quedando grabados en algún sitio del cerebro donde se van creando los afectos. El contacto, el cariño, el amor van construyendo vínculos sobre lazos de sangre que van perdiendo importancia con el tiempo. Y mientras un tío-abuelo político se va convirtiendo en un abuelo más, los nombres de otros tíos-abuelos van desapareciendo lentamente de nuestras memorias.
La familia es lo que más necesitamos cuando estamos lejos. Es lo que más duele abandonar cuando nos embarcamos en experiencias que nos tendrán alejados de nuestro lugar en el mundo durante algún tiempo. Es una parte integral de nosotros -nos aterra que se desmembre en nuestra ausencia, sin poder llegar al último adiós. Es una masa invisible que nos sostiene y que construye nuestros arraigos.
Nueva York es un fluir de gentes. Unos llegan para quedarse, pero otros solo están de paso. En medio de esta maraña, en la que las vivencias, las conversaciones y el descubrimiento de otras personas es inagotable, van quedando algunos compañeros de viaje que permanecen. Son la familia encontrada en un exilio buscado.
La gente que nos rodea no la elegimos. Aparece en nuestras vidas de repente, como producto de la más disparatada cadena de factores que podamos imaginar. Casi por casualidad, nos encontramos frente a personas de las que desconocíamos sus meras existencias apenas unas semanas antes. Y de repente se convierten en el asidero diario que desaparece cuando la familia está lejos. Son los que comparten nuestros momentos de felicidad en los jardines de Washington Square, los que nos hacen reír frente a una taza de te rancio en un albergue de Toronto, los compañeros de bailes de madrugada en algún local clandestino de la Avenida C. Pero algunos se convierten también en los oídos que necesitamos para nuestras angustias, en las manos que nos sostienen cuando nos faltan las fuerzas, en los hombros que recogen nuestros llantos.
Como las familias, la casualidad nos va imponiendo una infinidad de personas que van pasando, que van dejando pequeños trazos en nuestras existencias, que van construyendo partes de nuestros seres. Pero solo algunos permanecen y se hacen dueños de una parte íntima de nosotros. Como la familia de verdad, la que verdaderamente importa, la que vamos eligiendo, algunas de estas gentes que nos ofrece el destino se hace un huequecito entre nosotros en los malos momentos, cuando más los necesitamos. Quizás algún día olvidemos sus nombres, pero sus huellas se habrán quedado marcadas para siempre en alguna parte de nuestras almas.
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