viernes, abril 07, 2006

El taxi de Lubo
Lubo se escapó de la Bulgaria de Zhivkov hace más de veinte años. Tras dos años en Italia como refugiado político, un amigo suyo le animó a probar fortuna en Nueva York. Se instaló en una pequeña colonia colombiana de Greenpoint, en Brooklyn, en el límite con Queens. Siempre ha trabajado como taxista. Su historia es la de tantos otros que vinieron de los países satélite de la Unión Soviética a finales de los ochenta. En realidad no se esperaba nada; sólo quería abandonar la vida miserable que le rodeaba. Sin embargo, dice que se habría quedado en Europa de haber sabido cómo iban a ser sus días en Estados Unidos.
Entra a trabajar a las cinco de la tarde y se marcha a dormir cuando le parece, porque dice que no merece la pena agotar la jornada hasta las cinco de la madrugada, que es cuando su compañero de relevo comienza su turno. "Manhattan está vacío a partir de las once y no hay manera de hacer negocio", protesta. Tiene que pagar 650$ a la semana, además de la gasolina. Dice que hay días que ingresa los 120$ que necesita para cubrir gastos a la una de la madrugada, cuando lleva ocho horas al volante. Cuando subió la gasolina fue peor: llegaba a pagar 45$ al día y se hacía casi imposible tener una ganancia digna. Razona bien. Para él, la guerra de Iraq -y cualquier otra que venga- tiene la culpa de todo. La escasez de petróleo hace subir los precios del combustible. "Pero eso no es todo", aclara. El gobierno tiene que endeudarse más de lo habitual y tendrá que acabar subiendo los impuestos o reduciendo las partidas de gasto. "Al final los precios suben y los servicios empeoran, mientras nuestras tarifas siguen congeladas; ganamos más, pero perdemos dinero", resume. Toda una lección de economía de alguien que se ha hecho a sí mismo.
Pasamos por delante de la calle que da paso a su barriada veinte minutos después de haber salido de Astoria. Vive con tres colombianos en una casa adosada hecha de ladrillo y tablas, como tantas otras de la periferia de Nueva York. "Cualquier día salimos ardiendo por culpa del incienso de uno de mis compañeros", se queja sin darle mayor importancia. "Al menos he aprendido español", dice con un castellano ininteligible. Union Avenue es un reguero de casas salpicadas de talleres, garajes y gasolineras y muchos descampados. Greenpoint todavía escapa a la especulación que ya ha saltado el East River y ha hecho subir los precios de la vivienda en algunos barrios de Brooklyn hasta en un 35% en un solo año. Dice Lubo que el día que el barrio le guste a los artistas y empiecen a instalarse, ellos tendrán que marcharse, como vienen haciendo muchos vecinos de Park Slope, relativamente cerca de aquí, que no pueden aguantar la subida de los alquileres.
Lleva toda una vida trabajando y no tiene nada. Está pagando los estudios universitarios de dos sobrinos que tiene en Sofía. Antes ayudaba a su madre, hasta que murió tres años después de la última vez que la vio. El año que viene darán otras trescientas licencias de taxi, las mismas que han dado este año. Eso hará que el negocio ya no compense. Está pensando en marcharse a Las Vegas, donde los taxistas trabajan a sueldo y viven prácticamente de las propinas.
A lo lejos se ven los rascacielos de Downtown Manhattan y el reloj de la torre que preside Brooklyn Heights. Entramos en el barrio por el Mall de Fulton Street. Las calles tienen las aceras impolutas y los edificios refinados recuerdan a los de los barrios más lujosos de Londres. Se ven grupos de jóvenes fumando animados en la puerta de los bares. Y parejas de treintañeros empujando carritos. El sol va perdiendo intensidad, pero el cielo sigue de un azul límpido. "Es un barrio estupendo", dice Lubo. Desde luego lo parece. Y aquí vengo a instalarme.
La taberna de Yorgos
Un ruido ensordecedor me despierta de mis pensamientos con un sobresalto. Acaba de pasar un tren seis metros por encima de mí y el amasijo de hierros que compone la estructura que soporta la vía no para de temblar. La línea N-W sale de las entrañas de Manhattan nada más cruzar el East River y se pasea por lo alto de Astoria hasta llegar a Ditmars Boulevard. Desde los trenes se ve una de las mejores vistas del Midtown. Los rascacielos de Manhattan al fondo contrastan con los almacenes y los modestos edificios de Queens, que quedan a ambos lados de las vías del metro. Una vez en el corazón de Astoria, el paisaje se torna de color Londres Victoriano, salpicado por algunos edificios neoyorquinos de posguerra, bloques en forma de paralelepípedo rectangular de base angosta y cinco alturas, con escaleras de incendios en la fachada.
La taberna de Yorgos se encuentra en la Calle 31, cerca de la Avenida 30. La parte izquierda del local queda detrás del mostrador, que parece copiado de cualquier bar de Kefalonia, la isla donde nació Yorgos. La barra está llena de pasteles de espinacas, empanadas de carne y baklavas. La camarera se acerca y me pregunta con una cierta desgana si puede ayudarme. Aunque la expresión es absolutamente americana, su acento revela al instante su país de procedencia. Kostas se levanta y se dirige hacia mí con determinación, diciéndole una frase a la camarera de la que solo puedo descifrar que soy de España. Además de una bandera de Grecia que cubre buena parte de una de las paredes, las fotografías de unas ruinas jónicas y de unas calas situan la taberna a miles de kilómetros de aquí.
Los hombres juguetean con sus begleris o cobolois mientras hablan con relajo, gesticulando y agitando las manos en señal de resignación. Kostas ya ha comido, pero me pide un bifteki y una horiatiki salata, que llegan en pocos minutos. A mi alrededor siguen enzarzados en una discusión amable que no consigo situar, mientras de fondo se escuchan las noticias que llegan de una estación de televisión griega.
Yorgos acaba de encender un cigarrillo. La ley lo prohibe, pero dice con arrogancia que en su bar hace lo que él quiere. Y me invita a encederme uno, que fumo mientras llega un café turco que en Grecia siguen llamando 'griego'.
Kostas se marcha cuando llega Ekaterini, la hija de Yorgos, que estudia un máster en Stern, la Escuela de Negocios de NYU. A diferencia de su padre, ella ha visitado Madrid y Barcelona, además de otras ciudades europeas. Le encanta Grecia, pero supone que acabará trabajando en alguna empresa financiera de Nueva York. Intercambiamos los números de teléfono y me marcho a casa de Elina a recoger mis maletas. Hoy me mudo a Brooklyn Heights.
Kostas
Kostas nació en Sparti a finales de los años cuarenta. Su padre murió de una neumonía cuando tenía cuatro años y se marchó con su madre y una hermana a la casa de un tío suyo en el barrio de Astoria. Su tío era estibador y un día se enroló en una barco que le llevó a Nueva York. Comenzó a trabajar en un muelle de Queens, justo enfrente de Roosevelt Island. Cuando se enteró de la muerte del padre de Kostas, no dudó un segundo en enviarle dinero a su hermana para que se trasladara con sus hijos a vivir con él.
Kostas fue al colegio Agios Demetrios de Astoria hasta los 14 años. Su tío ya había planeado que trabajara en una taberna del barrio, así que no tuvo otra opción. Sostiene un capuccino humeante mientras me cuenta que era bueno en matemáticas, pero que no se arrepiente de haber entrado en el negocio de la hostelería. Ahora regenta una cafetería moderna en la Broadway de Astoria y dice que le va bien, esbozando una mueca de afirmación.
Kostas va a Grecia cada año. Su gesto tranquilo empieza a crisparse cuando habla de la situación política de su país. Despotrica de Simitis, del que dice que llevó a Grecia a la ruina por su gestión de los Juegos Olímpicos. Karamanlis le parece un inepto que no acaba de atajar el problema de aptitud de los griegos. Sin embargo, aunque se confiesa simpatizante de Nea Demokratia, elogia a Papandreu: nada que ver con su hijo, apostilla.
Kostas se levanta temprano cada día. Recibe a sus proveedores, otros griegos de Nueva York, a primera hora de la mañana y después abre la cafetería al público. Se pasa allí todo el día, hasta las once que cierra. A la hora de comer se va a la taberna de Yorgos, donde almuerza desde hace más de veinte años. Allí se junta con sus amigos, todos emigrantes o hijos de emigrantes. Su vida le parece normal, igual que la de otros compatriotas emigrados. Trabaja de sol a sol y lleva una vida austera. Todo lo que gana lo ahorra para el momento de la jubilación. Volverá a Grecia a vivir sus últimos días en la tierra que le vio nacer. Para Kostas, Estados Unidos no es más que el país en el que le ha tocado ganarse la vida. No es más que una etapa que hay que pasar para llegar al estadio superior que empezará el día que regrese.
Se ha hecho de noche en Astoria. Kostas se marcha un momento a hablar con otro griego que ha venido a verle. Antes de abandonar mi mesa, se asegura de que no quiero más café y le repite a la camarera que no me cobre. Le miro de lejos gesticular y agitar su coboloi de manera pausada pero incesante y me dejo llevar por el recuerdo, tan distinto, de la primera vez que pisé Nueva York, hace exactamente siete meses.
Elina acaba de entrar por la puerta. Cogemos las maletas y nos vamos a su casa. Kostas me cita en la taberna de Yorgos para comer algún día de estos. Llevo tres horas en Nueva York y todo me resulta tan familiar, que me siento como en casa.
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