jueves, octubre 05, 2006

En el valle de los sueños
El único equipaje que llevo es lo que no puedo dejar atrás: una maleta cargada de experiencias y la imagen de los que me acompañan donde quiera que esté. Viajo sin mapas, con la guía del instinto. Y he llegado, casi por casualidad -después de pensar que lo hacía por equivocación- a un lugar donde reina la felicidad. He llegado a la primera estación de este viaje, en la que he conocido a esta familia, que vive en el valle de los sueños.
Conocí a David, el hijo mayor, en la estación, donde jugaba con sus amigos. Se acercó a interesarse por un desconocido que miraba a su alrededor con aire despistado. Y me contó que el valle de los sueños es un lugar que sólo aprecian los que lo han conocido. Es un lugar que no aparece en las guías de viaje que se escriben para las personas con éxito. Es un lugar al que se llega por casualidad, casi por equivocación. Aunque todavía es un niño, sabe que un día tendrá que partir y encontrar otro valle en el que vivir, porque quien nace en el valle de los sueños está destinado a buscar su propio lugar, a construir su propio destino lejos del sitio que le vio llegar al mundo. Esta noche he dormido en el valle de los sueños, en la casa de David, donde viven sus padres y sus dos hermanos. Y me he convertido en el espectador de una familia que me ha revelado el secreto de la felicidad.
No recuerdo nada más. Me he adentrado en un sueño profundo, bien entrada la madrugada, y todos habían desaparecido al despertar. Me he puesto en marcha de nuevo. Dejo el valle de los sueños, con la vista puesta en Samarcanda. No sé cuál será mi próxima parada, pero en el valle de los sueños he descubierto el camino que he de seguir.

miércoles, octubre 04, 2006

Rumbo a Samarcanda
Samarcanda es el lugar remoto, desconocido, que un niño sueña mientras mira los mapas de algún libro de texto polvoriento sacado de algún estante olvidado. El mero sonido de su nombre le embruja e imagina que algún día atravesará las fronteras, ligero de equipaje, para adentrarse en los caminos que dejaron los cascos de las tropas de Alejandro Magno; escudriñar los bazares de ciudades surgidas del comercio de la seda y del opio; tumbarse a dormir contando las estrellas de un firmamento alejado de los descampados de la infancia; dejarse embaucar por un alma sedienta de compañía entre el olor de las especias de un mercado multicolor. Ese niño sueña con dejar atrás todo lo que le rodea algún día y partir a buscar su lugar en el mundo. Ese día emprenderá un camino sin retorno a ese destino que sabe que le aguarda, más allá de Persépolis, más allá de Alejandría. Con la vista puesta en el horizonte, atravesará desiertos y vergeles; cruzará valles bajo una brisa de primavera y montañas en inviernos fríos y largos; impregnará su memoria con las alegrías y las desdichas de otros seres; encontrará muchas respuestas y hallará la mayor de las incógnitas; habrá vivido -que de eso se trata- su propia odisea. El día que encuentre su lugar lo sabrá por la presión de sus vísceras. Uno encuentra su hogar cuando llega a un sitio del que no quiere marcharse. Sólo entonces sabrá que el viaje habrá merecido la pena. Por lo pronto, ese niño sabe que ha llegado el momento de poner rumbo a Samarcanda.
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