miércoles, noviembre 25, 2020

 El baile de la gambeta

Las porterías eran diferentes. La red quedaba más cerca del arco y el balón parecía deslizarse como una ola cuando acariciaba el fondo de las mallas. Así fue como entró el gol en el que, pudiendo empalmarla tras dejar al portero tumbado sobre la hierba, esperó a Juan José, que fue menos Sandokán cuando se estrelló contra el poste tras la gambeta de Bersuit que le dedicó el pibe de Villa Fiorito. Ese es el primer gol que recuerdo celebrar en primera persona, frente a un televisor en blanco y negro y la mirada atónita de mi padre con las manos sobre los temporales. 
Pero no fue el único que celebramos. Fuimos de la albiceleste el día que Dios le prestó su mano y sus dos piernas para devolver la honra al pueblo argentino, fundiendo el hierro--y el plomo-- de la Dama en un Estadio Azteca de cuerpos duros y paravalanchas, ante el equipo de los Old Etonians y la invasión de las Malvinas. Fue Rey de Nápoles, de la gran Villa de barrios decrépitos de mejores pasados, donde hoy una ciudad de tinieblas se puebla de velas de duelo por el que ya es su alcalde perpetuo. 
Se marchó creyéndose el más grande de la historia. Y muchos lo secundan en su creencia. ¡Qué más da si lo fuera! ¡Quién sabe si esa métrica tenga algún sentido! Hoy llora su muerte Valdano, Lineker y el Mágico Gónzález; y Goikoetxea, y Bilardo, y Menotti. Hoy todos lloramos con la congoja del que despide al más grande, lo fuera o no lo sea.

miércoles, noviembre 18, 2020

Un hogar nuevo

Mientras su bicicleta enfilaba a toda velocidad el Puente de la Grande Duchesse Charlotte, no pudo evitar echar un vistazo a su costado izquierdo para volver a contemplar una vez más la ciudad vieja en forma de fotogramas encadenados entre los barrotes de la barandilla, como el que se asoma silencioso detrás de un visillo para evitar ser visto. El sol se abría paso con la timidez con la que se suele mostrar en las frías mañanas del otoño luxemburgués, en tanto que la ciudad comenzaba a desperezarse tímidamente del sueño de una semana bajo un toque de queda que pareciera irreal, como llegado de otra época a la que no perteneciera. Aseguró su bicicleta a una distancia prudencial de la Estación Central, por la que ya merodeaban todos esas gentes de almas rotas por quién sabe qué desgracias, entremezclándose con los viajeros como dos marañas sobrepuestas que no se tocan. Rumbo al sur, a lo lejos se veían los límites de la ciudad como una París en miniatura desde un vagón de tren de cercanías que se escapaba del cemento entre campos salpicados por pequeñas aldeas de iglesias sencillas. En el destino al que se había encaminado, los ocres, amarillos y rojos coloreaban un bosque de pasado minero por el que se adentró colina arriba, colina abajo, abriéndose paso entre un río de hojas secas que anunciaba la llegada del invierno.

De vuelta a la ciudad, a la caída de la tarde, dejó pasar el tiempo vagando por la librería Alinea, ávido de encontrar algún tesoro escondido entre sus estantes. Quiso despedir el día desde el mirador de Robert Brasseur, con la ciudad vieja a sus pies flanqueada por los puentes del ferrocarril en forma de acueducto y las torres de Kirchberg al fondo reflejando las tenues luces del ocaso. Antes de marcharse, estuvo ojeando los libros recién comprados en una mesita de un rincón de Knopes, tomando a leves sorbos un café que le devolvió el calor perdido en su deambular en el anochecer temprano de noviembre por las calles de Luxemburgo. De vuelta a casa, mientras pedaleaba junto al edificio de la Philarmonie, no pudo evitar echar un vistazo furtivo a su costado, esta vez el derecho, para volver a leer el nombre del país en rojo, blanco y celeste. Y entonces recordó con la sonrisa ingenua del recién llegado que estaba allí para quedarse. 

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