"Si vienes a Madrid, ya eres de Madrid" De pequeño, cuando se acercaba el verano y hablábamos de nuestros destinos veraniegos en el patio del colegio, siempre contaba con felicidad que pasaría el mes de agosto en Huelva, que es donde nació mi madre. La mayoría de nosotros pasábamos largas temporadas en el pueblo de nuestros padres. Hijos de castellanos, de extremeños, de andaluces o de algún gallego volvíamos en septiembre contando correrías estivales en montes, playas o ríos, fiestas en honor de una patrona y reencuentros con amigos de temporada. Recuerdo pararme en los bancos de las calles de mi barrio a escuchar a los abuelillos, que relataban con nostalgia vivencias de juventud en La Mancha, historias de maquis de Cuenca o emigraciones forzosas del campo pobre de Jaén. Mi mente de niño imaginaba que era una coincidencia mágica que muchas de las familias de mi barrio vinieran de los mismos pueblos: de Campo de Criptana, de Barajas de Melo o de Torredelcampo. Recuerdo que yo solía decir que era mitad andaluz, mitad castellano, mitad madrileño y un poco de canario. Después escuché que una amiga mía de la juventud, quizás consciente de que las partes debían sumar uno, solía definirse de niña como mitad madrileña, un cuarto de segoviana y un cuarto de catalana.
Un día descubrí que todos nosotros éramos madrileños, porque ser de Madrid es ser hijo o nieto de emigrantes. Hace dos años vi en un programa de televisión al primer madrileño nieto de madrileños que conseguía identificar como tal; se trataba del Alcalde, precisamente. Es lo que en Madrid muchos llaman ser gato y, aunque debe de haber muchos, sobre todo en el barrio de Chamberí, yo no he sido consciente de conocer a ninguno. Quizás ayudara el hecho de que nuestros apellidos, de origen castellano la mayoría, no permitieran la distinción del origen. Aunque creo que es más probable que la razón última sea que el pueblo de Madrid es un pueblo mestizo y, como no podía ser de otro modo, acogedor con los de fuera, que siempre se han convertido en los de dentro de forma inmediata. Todos hemos sentido nuestros orígenes familiares con pasión, en perfecta armonía con nuestro carácter de madrileños. Esta idiosincrasia colectiva es la que nos ha definido desde siempre. Y esa es la razón de que el eslogan de la última campaña publicitaria de promoción de nuestra ciudad fuera "Si vienes a Madrid, ya eres de Madrid". Y esta es también la razón por la que siempre me he sentido orgulloso de ser madrileño.
Recuerdo el Madrid de los fines de semana de los ochenta como una ciudad popular: los bares de mi barrio repletos de gente discutiendo de fútbol en torno a vasos de Cinzano rojo, niños de la mano de sus padres en la plaza de Quintana intercambiando cromos, gentes invadiendo las tabernas de Huertas en las tardes de sábado. Los hombrecillos, que es como llamábamos a las generaciones de jóvenes de mi barrio, nos hablaban de la famosa movida, esa que promovía Tierno Galván con sus bandos. Madrid, que fue la última plaza republicana, que fue lugar de manifestaciones de estudiantes y obreros en los setenta, trataba de hacerse un hueco en la modernidad democrática a golpe de impulsos ciudadanos, llenos de esa impronta tan madrileña, hecha de gentes de todas partes.
El Madrid de los ochenta era distinto del de diez años antes, en el que inspectores de gris te pedían el carné en la Gran Vía y la P-4 llegaba de Ventas a la parada del bar de Raúl de mi barrio. Y de la misma forma, el Madrid de los noventa dejó atrás los pelos enmarañados, al estilo de Alaska, para poblarse de tribus urbanas, de bares elegantes, de calles asfaltadas en los barrios de la periferia y de vagones de metro más limpios que aquel de la línea 1 con trasbordo en Sol que cantó Patxi Andión.
El autobús número 281 va camino de Canillejas con cincuenta trabajadores de San Fernando de Henares. Uno de los pasajeros nació en Guadalajara y mira a su alrededor con cierto estupor, intentando identificar alguna conversación en español. Entre sonidos indescifrables en árabe de Alhucemas, en rumano y polaco, fija su atención en dos jovencitas morenas que hablan un castellano con acentos caribeños. Es viernes y hablan de sus planes para el fin de semana. La más joven dice que irá a ver a un colombiano del que se ha enamorado a un bar de latinos de Vallecas, al que va cada sábado. Su amiga la mira con una cierta envidia. Ella tiene que planchar en casa los sábados para redondear sus ingresos y poder mandar dinero a su marido, que cuida de sus hijos en Santo Domingo. Su ilusión se desvanece por momentos, cuando recuerda con los ojos enrojecidos que se acerca la tercera navidad que pasa sin ellos. La mujer de Guadalajara no sabe que esos chicos con los dientes de oro que van en el asiento de delante se conocieron cuando eran estudiantes en la Universidad Politécnica de Bucarest. No entiende que el rubio le está explicando a su amigo el tiempo que necesita trabajar en España para poder comprarse una casa y montar una tienda en su pueblo de Transilvania. Tampoco sabe que el chico que duerme en el asiento de al lado tardó veinte días en llegar a Madrid desde que salió de su pueblo del Rif, con los ahorros de toda la vida de su familia en el bolsillo. Este año han brindado por su salud en la fiesta del cordero, que juntó a sus familiares en una casa de adobe con la fachada celeste. Un primo suyo, al que convenció para que intentará llegar a España, desapareció el mes pasado en el intento.
Madrid ya no es una ciudad de gentes de España, de cañas de cerveza y de churros con chocolate. El metro cada vez se parece más al de Nueva York, en el que se hablan más de ciento cincuenta lenguas. Muchos bares de Lavapiés ya no sirven pinchos de tortilla. Los shawarmas han ido desbancando silenciosamente a las paellas de pollo y guisantes que se servían a 75 pesetas junto al Automático, que se nutre de jóvenes antiglobalización cada viernes. Pero los delicuentes siguen siendo los más pobres y, como en los años ochenta, cuando asaltaban a los taxistas a golpe de punzón junto a la yugular, los padres de los que roban no nacieron en Madrid. Los peones de albañil siguen siendo de fuera y siguen trabajando bajo el cielo helado de diciembre. De la misma forma que los hijos de los obreros empezaron a llenar las aulas de las universidades con los primeros gobiernos socialistas, ahora empiezan a entrar esos otros madrileños de apellidos impronunciables. Los gitanos con sus carros llenos de chamarilería han ido desapareciendo de nuestras calles, que se han empezado a llenar de rumanos de labios cortados por el frío, que se abalanzan sobre los parabrisas de los coches cuando se detienen en los semáforos en rojo. Los barrios de las afueras se siguen plagando de gentes de los mismos pueblos, aunque ya no son de La Mancha, ni de la Alcarria, ni del campo de Jaén.
Madrid ha dejado de ser la que era, como cada década. Pero en esta hemos dado un paso atrás. Ya no es esa ciudad de gente amable y acogedora. Ya no saludamos a la mujer del piso de al lado, que ha vuelto a ponerse el velo, como cada mañana, antes de salir de casa. Ya no podemos enorgullecemos de la diversidad, que rechazamos; ni de nuestra hospitalidad, que se ha borrado de sopetón. Yo, sin embargo, aún guardo la esperanza de que, algún día, quizás en la próxima generación, una mujer de Guadalajara pueda sentirse entre los suyos cuando viaja en el autobús con sus vecinos. Sólo entonces podremos ser dignos de anunciarnos ante el mundo dicendo que "Si vienes a Madrid, ya eres de Madrid".
" Pero siempre hay un sueño
que se despierta en Madrid,
pero siempre hay un vuelo
de regreso a Madrid".
" Yo me bajo en Atocha", Joaquín Sabina