miércoles, diciembre 16, 2020

 Capítulo primero

Y al despedirse, ella se retiró levemente la máscara, dejando entrever la sonrisa radiante que él había intuido, y se encaminó hacia el tren que se la llevaría para siempre. Paralizado, la miró por última vez mientras sus pasos la alejaban del andén en que minutos antes se habían conocido. Y entonces ella, como si adivinara su anhelo, se volvió hacia él--quizás nerviosa, un poco titubeante--y le dictó sus señas para que aquel encuentro no quedara en el recuerdo, quién sabe si en el olvido. Cuando el tren echó andar, él le dedicó una última mirada furtiva a través del cristal, intentando no ser visto, colocándose los auriculares que le sumieron en un pensamiento circular que comenzó a orbitar alrededor de aquella aparecida de la estación de Ettelbruck.

domingo, diciembre 13, 2020

El abismo

Ese gesto nuevo, desconocido para él hasta ese entonces, le llevó a dar un paso atrás, que quiso ser de cautela, pero que fue de pavor al descubrir la fragilidad en la que se sustentaba. De repente se asomó a la ventana del abismo y lo vio allí, cercano y profundo, como amenazante, como un agujero oscuro que convirtiera en la nada a quien cayera en su lecho. Sumido en el anhelo melancólico de lo que había estado entre sus manos un instante antes de echar a volar, vagó por los caminos de la incertidumbre confiando en que todo hubiese sido el espejismo que se aparece en el desvarío de un mal sueño. 

miércoles, noviembre 25, 2020

 El baile de la gambeta

Las porterías eran diferentes. La red quedaba más cerca del arco y el balón parecía deslizarse como una ola cuando acariciaba el fondo de las mallas. Así fue como entró el gol en el que, pudiendo empalmarla tras dejar al portero tumbado sobre la hierba, esperó a Juan José, que fue menos Sandokán cuando se estrelló contra el poste tras la gambeta de Bersuit que le dedicó el pibe de Villa Fiorito. Ese es el primer gol que recuerdo celebrar en primera persona, frente a un televisor en blanco y negro y la mirada atónita de mi padre con las manos sobre los temporales. 
Pero no fue el único que celebramos. Fuimos de la albiceleste el día que Dios le prestó su mano y sus dos piernas para devolver la honra al pueblo argentino, fundiendo el hierro--y el plomo-- de la Dama en un Estadio Azteca de cuerpos duros y paravalanchas, ante el equipo de los Old Etonians y la invasión de las Malvinas. Fue Rey de Nápoles, de la gran Villa de barrios decrépitos de mejores pasados, donde hoy una ciudad de tinieblas se puebla de velas de duelo por el que ya es su alcalde perpetuo. 
Se marchó creyéndose el más grande de la historia. Y muchos lo secundan en su creencia. ¡Qué más da si lo fuera! ¡Quién sabe si esa métrica tenga algún sentido! Hoy llora su muerte Valdano, Lineker y el Mágico Gónzález; y Goikoetxea, y Bilardo, y Menotti. Hoy todos lloramos con la congoja del que despide al más grande, lo fuera o no lo sea.

miércoles, noviembre 18, 2020

Un hogar nuevo

Mientras su bicicleta enfilaba a toda velocidad el Puente de la Grande Duchesse Charlotte, no pudo evitar echar un vistazo a su costado izquierdo para volver a contemplar una vez más la ciudad vieja en forma de fotogramas encadenados entre los barrotes de la barandilla, como el que se asoma silencioso detrás de un visillo para evitar ser visto. El sol se abría paso con la timidez con la que se suele mostrar en las frías mañanas del otoño luxemburgués, en tanto que la ciudad comenzaba a desperezarse tímidamente del sueño de una semana bajo un toque de queda que pareciera irreal, como llegado de otra época a la que no perteneciera. Aseguró su bicicleta a una distancia prudencial de la Estación Central, por la que ya merodeaban todos esas gentes de almas rotas por quién sabe qué desgracias, entremezclándose con los viajeros como dos marañas sobrepuestas que no se tocan. Rumbo al sur, a lo lejos se veían los límites de la ciudad como una París en miniatura desde un vagón de tren de cercanías que se escapaba del cemento entre campos salpicados por pequeñas aldeas de iglesias sencillas. En el destino al que se había encaminado, los ocres, amarillos y rojos coloreaban un bosque de pasado minero por el que se adentró colina arriba, colina abajo, abriéndose paso entre un río de hojas secas que anunciaba la llegada del invierno.

De vuelta a la ciudad, a la caída de la tarde, dejó pasar el tiempo vagando por la librería Alinea, ávido de encontrar algún tesoro escondido entre sus estantes. Quiso despedir el día desde el mirador de Robert Brasseur, con la ciudad vieja a sus pies flanqueada por los puentes del ferrocarril en forma de acueducto y las torres de Kirchberg al fondo reflejando las tenues luces del ocaso. Antes de marcharse, estuvo ojeando los libros recién comprados en una mesita de un rincón de Knopes, tomando a leves sorbos un café que le devolvió el calor perdido en su deambular en el anochecer temprano de noviembre por las calles de Luxemburgo. De vuelta a casa, mientras pedaleaba junto al edificio de la Philarmonie, no pudo evitar echar un vistazo furtivo a su costado, esta vez el derecho, para volver a leer el nombre del país en rojo, blanco y celeste. Y entonces recordó con la sonrisa ingenua del recién llegado que estaba allí para quedarse. 

lunes, abril 05, 2010

Noctilucas

Cuando un golpe de la brisa que se desprendía del East River agitó su pelo, él se fijó en ella, como el que mira hacia otra parte, y observó cómo volvía a colocar cada mechón en su lugar con delicadeza, uno por uno, con la vista puesta en el río, que resplandeciente en el ocaso buscaba con ímpetu la desembocadura, impulsado por la marea. Al otro lado se alzaba la ciudad, impasible en su cuerpo de acero, cristal y hormigón, instalada a modo de cortina semitransparente entre sus ojos y las miles de historias que ocultaba tras su fachada imponente. De nuevo, su imagen enmarcada por la ciudad. Aquella estampa de fotografía le llevó a viajar a la velocidad de la luz a través de los sinuosos caminos del pensamiento. Se había habituado a ignorar lo que dicen las palabras y a aprender de los mensajes que guardan los silencios, así que apenas se inmutó cuando ella pronunció unas palabras que se marcharon con el murmurar del viento que los arropaba. Sólo pudo fijar su atención en los destellos que el sol de aquel día había depositado sobre el río mientras daba sus últimos coletazos, antes de desparecer para siempre. Y entonces sintió en su interior la misma fosforencia de aquellas aguas, que brillaban como un mar alumbrado por noctilucas en una noche cerrada.

jueves, febrero 25, 2010

La felicidad en los tiempos difíciles

Cuando se hizo inminente el miedo le dejó paralizado. Su vida se apareció a borbotones en forma de fotogramas inconexos. Le llegaron los recuerdos más dulces de tiempos pasados: una playa que verían como cada año tras cerrar los ojos, una mano pasando una toalla húmeda sobre su frente ardiente, una olla con un guiso de pescado en un domingo de primavera. Quiso convencerse de que todo saldría bien, de que todo se quedaría en una pesadilla de final feliz. Y entonces brotaron todas las lágrimas que había estado conteniendo. Y entonces supo que las tendría que guardar durante un tiempo, dejarlas caer a escondidas, donde nadie las pudiera ver. Supo que tendría que ser feliz, porque esa felicidad contagiosa sería la que les sostendría a todos en los tiempos difíciles. Y quiso pensar de nuevo que todo iba a salir bien y ahí encontró el motivo de la felicidad.

domingo, diciembre 13, 2009

Impresiones

miércoles, diciembre 09, 2009

Los aires difíciles

Hoy supo que transcurría en Rota. La implacable pesadez del sueño que le asaltaba cada noche, después de días de poco descanso, se había esfumado, dejándole acabar aquella historia amarga. Quizás porque se había cansado de esperar algo que no llega, se había dejado confundir por otras historias que giraban alrededor y no supo ver que aquel final feliz estaba latente en cada paso que daban Juan Olmedo y Sara Gómez.
Como en Soledades Juntas, al acabar el libro pensó que hubiera preferido haberse muerto antes, que le faltara ella allá en lo misterioso, no allí en lo conocido, sentir su ausencia en los aires difíciles.
Cuentan que el levante agudiza la locura, que altera los sentimientos, que vuelve melancólicas las almas. Pero también dicen que ese viento cambia de carácter con la temperatura. Que en invierno borra las nubes, trayendo el calor de un sol radiante. Que limpia el aire, que ventila la sangre entumecida por el desasosiego que traen las incertidumbres.
Hoy soplaba el levante en Valencia y quizás pensó que la placidez de esa primavera impostada al invierno llegaba de la mano de ese viento formidable que venía a limpiarle los pulmones de óxido. Y entonces se acordó de que el levante se lo lleva todo.

lunes, noviembre 30, 2009

Palabras

Sé que nunca me he sentado contigo, frente a frente, a decirte que aquel día todo cambió. Tampoco sé si algún día llegarán estas letras a tus ojos, si alguna vez podré hacerte ver qué fue lo que hiciste para que cambiara mi vida. Quizás fuera obvio. Puede ser que lo acabara descubriendo a través de otra voz. Pero fuiste tú, aquella mañana fría de noviembre, quien me hizo distinguir lo que importa de lo que no vale la pena. Han pasado casi 20 años desde entonces, pero cada día resuenan esas palabras en mis oídos. Y al escucharlas, las oigo como si volvieras a pronunciarlas. Quería decirte, aunque no me oigas, que esas palabras me sirven de guía cada día, cuando me pregunto qué puedo hacer para seguir inventando la persona en que me voy convirtiendo.

martes, noviembre 03, 2009

El último adiós

Al llegar al campus, poco antes de que comenzara su clase, él se dio cuenta de que había olvidado el cuaderno con los apuntes que ella le había pedido. A pesar de que llegaría tarde, volvió a montarse en el coche y puso rumbo a casa para recogerlos. Pero a mitad de camino, un mar de sirenas de bomberos, ambulancias y policía le cortó el paso. Mientras daba la vuelta, pudo ver a unos cuantos operarios que maniobraban a lo lejos entre los amasijos de un coche que había quedado sepultado bajo un camión. Al llegar al campus de nuevo, nervioso, sin los apuntes que ella necesitaba, vio acercarse una figura conocida que se acercaba a él entre sollozos. Un instante antes de fundirse en el abrazo más doloroso que jamás diera, supo que lo que en realidad hizo al tomar la carretera que llevaba a aquellos apuntes que nunca entregaría fue acercarse a decirle el último adiós a aquella nueva amiga que se había marchado para siempre.

martes, octubre 13, 2009

El horizonte

Y ella, que siempre había soñado con llegar al horizonte, con alcanzar esa línea que une el cielo y el mar, echó a correr en su búsqueda, abandonando todo lo que poseía. Se olvidó de sus recuerdos, borró la imagen de sus vivencias y se encaminó con paso decidido hacia el frente, convencida de que una vez se encontrara del otro lado podría iniciar una vida nueva.
El día que se despertó angustiada en medio de un sueño, empapada en el sudor de su desvarío, descubrió que se encontraba atrapada en tierra de nadie, lejos de un horizonte que seguía perfilado en el infinito, a la misma distancia que cuando había salido en su búsqueda. Quiso regresar a aquel lugar imperfecto que un día le había pertenecido, pero al echar la vista atrás no encontró nada. El mundo que abandonó había desaparecido a la misma velocidad con la que perseguía esa línea maldita.

jueves, mayo 28, 2009

La playa

Quizás ya no te acuerdas de que un día quisiste enseñarme la playa en la que pasaste aquellos maravillosos años de tu niñez que se quedaron grabados en un rincón de tu alma. Alguna vez volviste desde las lejanías a pisar su arena con tus pies descalzos, dejando una estela de pasos que la marea se encargaría de borrar para siempre. Yo te imaginaba caminando al atardecer, bajo un viento de poniente, sumida en tus pensamientos, evocando un pasado infantil de felicidad sin fronteras.  
Quizás ya no te acuerdas de que un día quisiste llevarme a tu playa, recorrerla de mi mano y darme tus ojos para asomarme a la ventana de tu infancia. Puede ser que entre sueños, durmiendo abrazados, paseáramos junto a su orilla bajo un mar de luz, tejiendo una hilera de huellas difuminadas por la espuma de las olas. Quizás regresáramos de vuelta a nuestra cama de golpe, en un viaje instantáneo guiado por un beso con sabor a salitre en el que volveríamos a encontrarnos.
Puede ser que tampoco te acuerdes, pero un día te fuiste a otras playas con las que ya no pude soñar. Quizás, en la noche, nuestros cuerpos se rechazaron y viajaron sin rumbo a lugares remotos, guiados por sentimientos a la deriva lejos de las playas del sur. Puede ser que volviéramos de regreso a aquella cama en un viaje tortuoso, queriendo encontrarnos en el abismo de los pocos centímetros que nos separaran. Pero en ese vacío que se hizo entre nosotros sólo hallamos desesperanza.
Quizás quise decirte que dejé de pisar tu playa cuando saliste a buscar otras aguas en las que mojar tus tobillos, que un día me acostumbré a que no quisieras llevarme de tu mano a que nos envolviera su brisa, que sentí que ese lugar sólo había existido en mis sueños. Pero también quise decirte que sigo echando de menos su arena entre mis dedos, el rumor de las olas rompiendo en la desnudez de nuestros pies y la frescura del despertar entre besos con sabor a sal de la mar. Pero la sequedad se clavó en mi garganta y no fui capaz de decirte nada. 

sábado, abril 11, 2009

Llueve

Llueve, aquí, en Astoria. Llueve de cielos grises que van cambiando al arbitrio de un viento caprichoso. Llueve, ensuciando las calles del mismo plomo que lastra los semblantes llenos de ausencias. Y sé que vendrán cielos azules, radiantes de sol, como en los que tú habitas, donde quiera que estés. Se marcharán las nubes a buscar otros campos y otros vientos vendrán a envolvernos. Pero de noche, cuando ya no hay luz, mis sueños se envenenan del rostro de una incertidumbre que llega de tierras lejanas, con la promesa implacable de otras lluvias que están por venir.

viernes, abril 10, 2009

Desconocida

Y cómo acercarme a dejarte estas palabras en algún lugar que puedas ver. Cómo decirte, a ti que casi no me conoces -que casi no te conozco-, a ti que apareces de puntillas en mis noches, a ti que tocas mi puerta con dedos sutiles. Cómo decirte -pensaba-, sin que huyas despavorida, que quiero volver a verte. 

(Quizás, a la vuelta de tu viaje)

viernes, marzo 13, 2009

Oscuridad

Nuestras vidas suelen transcurrir a golpe de inercias, dejando el devenir de nuestra existencia de la mano de una corriente, como un velero que navega plácidamente en un mar de luz sobre el vaivén de las olas. Al echar la vista atrás observamos una estela de rutinas, salpicada de pequeños placeres, momentos de felicidad y algunas desdichas. Casi no recordamos cuándo fijamos el rumbo, que golpe de mar nos llevó a avanzar por una senda que hace tiempo que seguimos por impulsos no premeditados, como si hubiera sido trazada para nosotros por una mano invisible.

De repente, un día, de forma inesperada, un golpe de timón hace que ese tejido salte por los aires. Rotos los amarres, sin referentes, entramos en un mundo de oscuridad, en el que cada paso se encamina titubeante entre la penumbra hacia un destino incierto. Sin el referente de la rutina aprendida, navegamos a tientas por un nuevo mar lleno de negrura, buscando con avidez una luz que nos permita encontrar el rumbo de regreso. 

De nada sirve apresurarse. La claridad cae de un cuentagotas, como el halo de un faro que incendia la mar durante un suspiro. Después, vuelta a la oscuridad. Nos afanamos buscando la luz, el vaivén de las olas, una red que nos sustente, pero nada de eso es posible sin navegar en la noche cerrada. La oscuridad nos aterra, pero en ella encontraremos la quietud necesaria para encontrar el rumbo de nuevo, para decidir nuestro destino, para imaginar un horizonte en el que la sombra de las tinieblas quede en el recuerdo.  

domingo, marzo 08, 2009

La necesidad de escribir


jueves, marzo 05, 2009

975 días

Como tantas otras cosas, estas palabras llegan tarde. Ella ya no las oye. Llegan ahora que el sol tiempla el final del invierno y los témpanos de las cunetas comienzan a deformarse, dejando solo la suciedad que los ha cubierto los últimos días. Llegan ahora que la neblina que cubre la ciudad se evapora lentamente, filtrando los rayos de luz que perfilan la imagen de los rascacielos. 
Esas palabras brotaron de lo más profundo muchas veces, cuando caminaban sin rumbo entre las calles que dan a Central Park o aquel día en que vieron ocultarse el sol tendidos en una pradera junto al Hudson. Quiso pronunciarlas mientras decidían dónde colocar la cama de su nuevo hogar o al fantasear con nuevos lugares que nunca visitarían. Pero siempre se sintió torpe, dubitativo, y decidió, como tantas otras veces, como tantas otras cosas, dejarlo para una ocasión mejor. 
Hoy, esas palabras sencillas no llegarán a sus oídos, pero él ha querido que no se pierdan en la inmensidad del olvido. Sólo quería decir que ella llenó de luz los 975 días que decidieron caminar juntos.

sábado, octubre 27, 2007

La herida abierta

Conocí a Antonio hace algo más de un año cerca de su casa de Atlantic Avenue, donde vivió desde los años sesenta. Una noche su madre lo despertó y lo sacó de su casa envuelto en una manta. Tenía seis años, pero recordaba todos los detalles de un tortuoso viaje que lo llevó desde un pueblo de Salamanca hasta Évora en una camioneta militar. Allí pasaron algún tiempo, en el que conoció a su amigo Miguel, con quien se reencontraría años después en Nueva York. Después fueron a Lisboa para embarcarse rumbo al otro lado del Atlántico. Vivió más de veinte años en el Distrito Federal de México y se casó con una chica de Puebla que al poco tiempo decidió tomar un camino distinto al suyo. 
Llegó a Brooklyn más tarde, tras la muerte de su madre, huyendo de muchos recuerdos y de sus compañeros de exilio español. Siempre pensó que le habían arrancado su verdadera vida de cuajo y que estaba viviendo otra que no le correspondía. Quiso creer que lejos de aquel círculo podría forjar una nueva que le perteneciese y pensó que Nueva York le ofrecería el marco que necesitaba. Pero allí descubrió que siempre sería prisionero de una pesadilla que se acercaba a visitarle algunas noches, de la que siempre despertaba agitado tras el sonido de unos disparos. 
La segunda vez que nos vimos fue en su casa. Olía a tabaco y a soledad. Sirvió un par de tazas de café aguado y me precedió por un pasillo estrecho y oscuro que sonaba a madera hueca bajo nuestros pasos. En el comedor me enseñó sus tesoros: viejas ediciones de clásicos de la literatura española, recortes de periódico y algunas fotos de la España de la posguerra. A pesar de tantos años lejos de la tierra que lo vio nacer, siempre se había sentido atrapado por el embrujo de un país que sólo existía en las noticias, en las charlas con otros exiliados y en su imaginación. 
El día que volvió al pueblo del que había salido huyendo en medio de la noche, se acercó a un monte cercano a hablar con su padre. Llevaba cuarenta y ocho años eligiendo las palabras para el día del reencuentro, pero una vez allí, frente a frente, su garganta rota sólo pudo emitir un quejido. Fueron unas palabras al viento que se perdieron en la Sierra de Francia, donde aún reverbera el sonido de los disparos que mataron a su padre. 
Hace unos días quise acercarme a pagarle una visita debida a Antonio, pero llegué tarde. Murió hace dos meses. Miguel me dijo que lo hizo consciente de que el cáncer le arrancaba la existencia y que enfrentó la muerte con la misma dignidad con la que afrontó la vida. Antonio dedicó buena parte de sus últimos años a rescatar los huesos abandonados de su padre, pero murió sin saber dónde yacen. Algunos le acusan de haber querido resucitar fantasmas del pasado, de avivar el rencor, de reabrir la herida de las dos Españas. Pero él sólo quiso honrar la memoria del padre que le arrebataron una madrugada, dejándole el corazón helado para toda la vida. Me acuerdo de Antonio y me imagino el escalofrío que habría sentido si hubiese visto la horda que ayer jaleaba al grito de a por ellos. La misma que le reprocha que no quisiera dejar este mundo sin cerrar una herida abierta que nunca dejó de sangrar.

martes, julio 17, 2007

Nombre de mujer en omisión

Recuerdo su cara de sorpresa cuando le pedí que se quedara conmigo. No sé si pareció contenta, pero se quedó y alargamos juntos la noche anterior un día más. No sé dónde fuimos. Tampoco recuerdo de lo que hablamos. La imagen de su mirada podría ser de otro día. Ella aparecía y se marchaba, entre mis idas y venidas, desde la noche en que nos conocimos en aquella residencia de estudiantes de Salamanca. A veces me pregunto por qué desapareció sin decir adiós, por qué nunca volvió de su último viaje a Salamanca. Aquel día me quedé esperándola, como tantas otras veces. Pero esa vez no apareció con mis pasteles favoritos a regalarme su presencia. De eso hace ya más de siete años. No he vuelto a verla.

viernes, marzo 23, 2007

La Pesca del Atún


Recuerdo a mi bisabuelo en la forma de la imagen de un niño sentado en su regazo, escuchando historias de marineros y las letras sin música de una folía traída de Lanzarote. Imagino su barco saliendo al alba por la bocana del Guadiana, virando a babor, con la proa enfilada hacia la barra de la Costa de la Luz, buscando un banco plateado sobre el que echar las redes de cerco.
Al final de la primavera, un viento fuerte de poniente acercaba a las costas a los atunes que se dirigían a desovar al Mediterráneo. En septiembre volvían debilitados, empujados por el levante, con la morfología cambiada, sin saber que pesqueros de bajura guiados por marineros de Ayamonte e Isla Cristina saldrían a su encuentro. Cada año se repetía el ritual de los atunes rumbo al Estrecho y, con ellos, un trajín de pescadores, rederos, conserveros y comerciantes que vivían en torno a la pesca del atún, desde el Guadiana hasta la punta de Tarifa.
Imagino el barco de mi bisabuelo llegando a puerto, descargando los atunes rojos entre una algarabía de gaviotas y la mirada atenta de niños que aparcaban sus aros y sus canicas para observar el festival de la descarga. Un tiempo antes de que mi bisabuelo navegara aquellas aguas en su barco de pesca, en 1919, Sorolla inmortalizó en oleo sobre lienzo una de esas estampas de atunes desgarrados por las agallas, bajo un cielo anaranjado abrasado por un sol que se dejaba caer sobre el castillo de Castro Marim. Mi bisabuelo, recién llegado de su Lanzarote natal para hacer el servicio militar a bordo de "El Delfín", posó para Sorolla durante siete tardes de ese verano con su uniforme de marín por trece pesetas y dos cartones de Winston que compartiría con sus compañeros de barco. 
Aquel pescado del cuadro llegaría al mercado, a la cocina de alguna taberna de marineros o a la conservera de los Hermanos Concepción. Quizás acabaría impregnado de aceite, quién sabe, empujado al fondo de alguna lata por las manos de mi tatarabuela o de las empleadas de las que se encargaba en la conservera.
Mientras el cuadro viajaba en alguna bodega hacia la biblioteca de la Sociedad Hispánica de Nueva York, mi bisabuela cruzaba el Guadiana por su desembocadura, como los atunes, para dar a luz a un hijo isleño, que volvería rumbo al oeste, a ver la luz de la vida bajo el faro de Vila Real do Santo Antonio. Su juventud está ligada a la pesca del atún, como la vida de su padre, del que se decía que era el mejor conocedor de aquellos fondos marinos, y la de su hermano, que cosía las redes rotas por los aleteos de los atunes.
Pasé muchas tardes de mi infancia en la mesa camilla de mis abuelos, calentado por un brasero, escuchando historias de pescadores. Escuché que del atún se aprovecha todo: las ventrescas magras de los atunes de verano encebolladas, los lomos prietos de los atunes de primavera transformados en tacos de mojama en salazón, la piel y las espinas convertidas en harinas de pescado. Mi abuelo me habló del arte de la pesca en el corral de la almadraba, de subastas en las lonjas, de la búsqueda de los bancos de peces. Un día se encontró haciendo de tipógrafo en una Madrid inhóspita y así pasaría el resto de su vida, pero no recuerdo oírle hablar de aquello con la pasión con la que lo hacía de la pesca.
Hoy, desde Nueva York, a menos de un par de millas de la biblioteca en la que se encuentra el cuadro de mi bisabuelo, he leído que el atún rojo está en peligro de extinción. El artículo habla de una pesca despiadada apoyada por helicópteros, de subastas del pescado del Estrecho en lonjas de Japón, de la voracidad de comensales que se abalanzan sobre el atún crudo en los restaurantes de Tokio. A mí, la lectura me cuenta que muchos barquitos acabarán desvencijados en sus amarres, que muchas gentes dejarán de acercarse al puerto cada tarde, que el silencio se hará eco en las naves de las lonjas. Si un día se cierran las puertas de La Reina del Guadiana para siempre y los marineros se quedan en tierra, habrán acabado con la forma de vida de todo un pueblo. No creo que pudiera volver acercarme al dique de Isla Canela a esperar a barcos que no llegan. Si algún día desaperece la pesca del atún en la Costa de la Luz me habrán robado un trozo del alma marinera de mis mayores.

jueves, enero 04, 2007

Encuentros de Navidad
Esas personas que formaron parte de tu vida durante un tiempo se marcharon un día. Muchas lo hicieron de manera forzada, por alguna razón que nada tuvo que ver con vosotros; otras dejaron tu vida porque así lo decidieron. Pero aquel vínculo, que va decayendo, que se mantiene aletargado durante meses, renace cada Navidad como un ave Fénix que niega sus cenizas. Cada año vuelves a encajar tus compromisos y encuentras un hueco para volver a ver a quienes fueron compañeros de viaje en algún momento de tu vida. Algunas veces has imaginado la Navidad desde los días grises de noviembre, esperando volver a encontrarte con ellos, fiel a tu cita anual. Han venido a tu memoria aquellos días en los que os veíais sin necesidad de planearlo, momentos que constituyen una parte imborrable de tu existencia. Se han acercado a tu memoria las experiencias de un año que has vivido lejos de ellos, vivencias que sabes que se amontonarán en algún lugar de tu pensamiento mientras escuchas las suyas. Pero la realidad es que a esas personas sólo te une el recuerdo de un pasado que no volverá. Hemos cambiado. Somos otros. Han aparecido nuevas gentes que se han ido haciendo protagonistas en nuestros días, que son testigos y miembros de una vida que nada tiene que ver con la dejaste en esa fotografía. Vuestros caminos divergieron y cada vez están más separados. Esa conversación a media luz, en algún restaurante del centro de Madrid, no es más que un reguero de voces inconexas de gentes que no se conocen, que forman parte de mil nuevas historias que ocurrieron lejos de las de los demás y que ya sólo interesan a los nuevos camaradas. Dicen que al lugar donde has sido feliz nunca has de tratar de volver. Quizás la única manera de preservar en la memoria aquellos momentos es dejando a esas personas en el recuerdo, que es donde no dejarán de hacerte feliz.
(Qué equivocado estaba el día que escribí esto, afectado por un desencuentro que, por suerte, arreglamos al poco tiempo).

jueves, diciembre 28, 2006

La muerte de los vivos
Cuando supo que iba a morirse se preocupó de los que lo quieren. Todos esos sueños por cumplir, esos lugares por visitar, esos libros por leer, le dieron igual. Simplemente pensó que la muerte no supone ningún padecimiento para el muerto. La muerte es el final de la vida. No forma parte de ella. Por eso no se siente. Cuando el ser se transforma en su ausencia lo vivido se esfuma y se evaporan sus recuerdos. Todo desaparece con el muerto sin que este lo perciba. Pensó en su madre. Un día escuchó que la muerte de los padres sólo consigue superarse cuando se tienen hijos; sin embargo, la muerte de un hijo no se supera nunca. Pensó que su muerte resultaría en un padecimiento inimaginable para su madre. Ella le recordaría cada día. Lloraría por los momentos alegres que no volverían; y por los tristes, que le hubiera gustado evitar. O lloraría su ausencia, sin más. Se imaginó a su madre despertándose entre sueños y descubriendo que la puerta de casa nunca más se abriría ante él. La sensación de haberle perdido para siempre le oprimiría el pecho, produciéndole una angustia que no supo describir. Quizás se imaginó que su muerte produciría el mismo efecto en su madre que la muerte de su madre produciría en él. Por eso quiso escribir estas líneas. Echó la vista atrás y se sintió vivo ante la muerte. Porque él es los recuerdos de sus vivencias y no fue capaz de imaginarse una vida más rica. Por eso no le preocupó saber que se moría. El muerto abandona la vida sin darse cuenta. La muerte la padece el que sigue viviendo. Llorar por un muerto no es más que llorar por uno mismo, que se queda sin el pedazo de vida del que se muere. Quizás quiso decir que la muerte solo mata a los vivos. Y que estos pueden sobrevivirla. Y no encontró otras palabras para tranquilizarla, para pedirle que no llorase por su muerte, porque eso no sería más que llorar por su propia vida. Toda esa acumulación de sensaciones terribles brotó a su cabeza cuando el tren de aterrizaje tocó la tierra de Barajas y se despertó, confundido, todavía narcotizado, pero lleno de ganas de seguir viviendo.

jueves, octubre 05, 2006

En el valle de los sueños
El único equipaje que llevo es lo que no puedo dejar atrás: una maleta cargada de experiencias y la imagen de los que me acompañan donde quiera que esté. Viajo sin mapas, con la guía del instinto. Y he llegado, casi por casualidad -después de pensar que lo hacía por equivocación- a un lugar donde reina la felicidad. He llegado a la primera estación de este viaje, en la que he conocido a esta familia, que vive en el valle de los sueños.
Conocí a David, el hijo mayor, en la estación, donde jugaba con sus amigos. Se acercó a interesarse por un desconocido que miraba a su alrededor con aire despistado. Y me contó que el valle de los sueños es un lugar que sólo aprecian los que lo han conocido. Es un lugar que no aparece en las guías de viaje que se escriben para las personas con éxito. Es un lugar al que se llega por casualidad, casi por equivocación. Aunque todavía es un niño, sabe que un día tendrá que partir y encontrar otro valle en el que vivir, porque quien nace en el valle de los sueños está destinado a buscar su propio lugar, a construir su propio destino lejos del sitio que le vio llegar al mundo. Esta noche he dormido en el valle de los sueños, en la casa de David, donde viven sus padres y sus dos hermanos. Y me he convertido en el espectador de una familia que me ha revelado el secreto de la felicidad.
No recuerdo nada más. Me he adentrado en un sueño profundo, bien entrada la madrugada, y todos habían desaparecido al despertar. Me he puesto en marcha de nuevo. Dejo el valle de los sueños, con la vista puesta en Samarcanda. No sé cuál será mi próxima parada, pero en el valle de los sueños he descubierto el camino que he de seguir.

miércoles, octubre 04, 2006

Rumbo a Samarcanda
Samarcanda es el lugar remoto, desconocido, que un niño sueña mientras mira los mapas de algún libro de texto polvoriento sacado de algún estante olvidado. El mero sonido de su nombre le embruja e imagina que algún día atravesará las fronteras, ligero de equipaje, para adentrarse en los caminos que dejaron los cascos de las tropas de Alejandro Magno; escudriñar los bazares de ciudades surgidas del comercio de la seda y del opio; tumbarse a dormir contando las estrellas de un firmamento alejado de los descampados de la infancia; dejarse embaucar por un alma sedienta de compañía entre el olor de las especias de un mercado multicolor. Ese niño sueña con dejar atrás todo lo que le rodea algún día y partir a buscar su lugar en el mundo. Ese día emprenderá un camino sin retorno a ese destino que sabe que le aguarda, más allá de Persépolis, más allá de Alejandría. Con la vista puesta en el horizonte, atravesará desiertos y vergeles; cruzará valles bajo una brisa de primavera y montañas en inviernos fríos y largos; impregnará su memoria con las alegrías y las desdichas de otros seres; encontrará muchas respuestas y hallará la mayor de las incógnitas; habrá vivido -que de eso se trata- su propia odisea. El día que encuentre su lugar lo sabrá por la presión de sus vísceras. Uno encuentra su hogar cuando llega a un sitio del que no quiere marcharse. Sólo entonces sabrá que el viaje habrá merecido la pena. Por lo pronto, ese niño sabe que ha llegado el momento de poner rumbo a Samarcanda.

martes, septiembre 12, 2006

Un crespón negro
La ciudad ha caminado de forma callada durante todo el día. El murmullo de los vagones del metro se ha hecho silencio. Ha sido un día de duelo sereno y contenido en el que los neoyorquinos han rendido homenaje a los caídos el 11-S. Muchos se han acercado a rezar a diferentes templos religiosos, que hoy han abierto sus puertas hasta entrada la noche. Algunos hemos dedicado unos minutos a recordar a las víctimas de los atentados. Y sé que otros han derramado lágrimas por los ausentes.
Hoy quiero dedicar un espacio de este blog a recordar a los que perdieron sus vidas en los atentados de Nueva York, Madrid y Londres. Y también quiero que este espacio sirva para recordar a los muertos de Bagdad y Kabul; a los de Hiroshima y Nagasaki; a los de Honduras y El Salvador; a los de Corea y Vietnam; a los de Nicaragua y Playa Girón; a los de Beirut y Ramala; a los de la Caravana de la Muerte y la Operación Cóndor; a los de Gernika y Brunete; y a tantos otros muertos olvidados a los que la guerra segó su vida de cuajo.
Hoy muestro este crespón negro con el deseo de que no olvidemos nunca a tantos muertos inocentes.

domingo, agosto 20, 2006

Más guapa que cualquiera
Seguro que ya no te acuerdas de aquellas mañanas en las que me hice mayor, me despertaba justo antes de que te fueras de nuestra casa y te daba un beso con el que empezaba el día. Yo te recuerdo perfumada de Alada, vestida de secretaria, con un pañuelo rojo cubriéndote el cuello, con el fondo de lo que nos contara Gabilondo aquella mañana. Después te marchabas, dejando que el vientecillo fresco de las mañanas de octubre entrara mientras yo cerraba una puerta de chapa verde y un cristal esmerilado.
Ese es el recuerdo que me llega cada día, cuando escucho la SER, cuando tengo un correo tuyo que nunca puedo contestar, cuando me cuentas lo bien que te sienta haberte convertido en abuela. ¿Cuántas veces me he preguntado por qué ese es el recuerdo más recurrente - y el mejor- de toda una vida? No lo sé. Quizás porque fue el último que nos dejó una existencia que siempre iba a mejor. Poco después nos marchamos del hogar de la infancia, vinieron de Francia a arruinarnos la vida, y cuando llegó la calma ya no éramos nosotros. Puede ser que sea por eso. 
A veces volvía a mirar nuestra fachada, a la que ayer volví intentando no ser visto por unos vecinos que ya no conozco, para ver que sigue en pie, con mejor cara, pero sin alma. Y se agolparon los recuerdos de una niñez entre cochecitos en el pasillo, entre el olor de algún guiso, entre el sonido del Agapimú y el Lanzador de Cuchillos. Y te veo tropezando con la cabra amarilla, te imagino delante de una cazuela de barro con el fondo irregular, te oigo cantando con una garganta más joven. 
Me escucho y te oigo reprochando el tono del hablar del barrio, el uso incorrecto de las palabras, o las expresiones de una juventud incipiente. Tecleo y recuerdo el sonido del asdfg en tu Olivetti verde de medio carro. Me irrito y descubro tu cólera en mis palabras. Me miro y te veo en mí. Y vuelves, siempre, muchas veces, cada día. Me llegas cuando busco tu aprobación -en todo lo que hago, absolutamente, todavía y quizás para siempre-; cuando te echo de menos desde las lejanías; cuando invento razones para querer volver; cuando me acuerdo de que siempre se me olvida preguntarte si crees en Dios; cuando me pregunto si sabes que me llega tu aliento cuando no puedo más, cuando busco motivos para no cortarme de un tajo las venas; cuando entiendo por qué cambié a Ana Belén por Sting, a Delibes por Saramago o al mundo entero por Portugal; cuando me pueden las ganas de volver a Ayamonte, a que vuelvas a contarme que ibas al puesto de tu bisabuela en el mercado; cuando nos imagino delante del original del cuadro del abuelo en la Sociedad Hispánica de Nueva York. 
Nunca he querido escribirte nada, porque eso sería enseñarme al completo. Y me puede la vergüenza por gritarle al viento que todo lo que soy se lo debo a la mejor madre del mundo. Y que cada noche me acuerdo de ti desde mi cama de Manhattan, como lo hacía desde la de Barcelona, desde la de Essex, o desde la de cualquier confín en el que me encontrara. 
Aquí lo dejo, y en esto se queda, porque nunca encontraré las palabras, el espacio, ni el tiempo para explicar lo que sigue dando sentido a mi vida. 
Y aunque sé que no era la más guapa del mundo, juro que era más guapa que cualquiera.
Alma Mater
El fondo de notas pausadas robadas a un cuerpo de guitarra, del pulso de las teclas de un piano y del quejido de un violoncello melancólico con las que dormimos a Marina me ayudan a recordarte y a paladear el regusto de unos días inolvidables. Frente al teclado de nuevo, tras unos meses de reencuentros con personas y lugares, de descansos de sol y mar y de despedidas -tristes, como todas ellas- dejo volar mi imaginación hacia el pasado remoto de mi infancia, hacia vivencias de un verano en las tierras del sur, hacia el misterio de un futuro lleno de incertidumbres. Con la compañía de las notas de Rodrigo Leão, miro atrás con nostalgia por los momentos que se marcharon, con la alegría por recordarlos. Y sobre todo miro hacia delante, desde este kilómetro cero -físico y metafórico-, acompañado por las escalas altas de los violines y violoncellos de Alma Mater, seguro de que venga lo que venga, lo mejor está por llegar. 
Madrid, 20 de agosto de 2006.

lunes, junio 12, 2006

Arenas de soledad
Sólo el trazo de una vivencia. Un retazo del alma y el esbozo de un recuerdo de Astoria, del Upper East Side y de Central Park. Arenas de soledad, de Habana Blues: 
Empezar de nuevo
sin destino y sin tener
un camino cierto que 
me enseñe a no perder la fe.
Y escapar de este dolor
sin pensar en lo que fue 
¿cuánto aguanta un corazón 
sin el latido de creer? 
En lo bello, 
en la verdad de la esperanza
de esta sed de amar,
en los sentimientos 
que se quedan, 
sueños que perduran.
Y busqué y subí y fui preso 
entre las alas del amor
sin distancia y sin recuerdos 
en las arenas de esta soledad. 
Presa de un silencio roto 
hijos del amanecer 
que nunca alcanzó esa luz
tan confundida en el placer. 
Y cierro los ojos
sólo para comprender 
cuánto aguanta un corazón 
sin el latido de creer.

miércoles, junio 07, 2006

En City Hall
Esa mañana Pedro se despertó entre la dulzura de un sueño. Se resistió a abandonarlo y trató de volver al interior de la fantasía que había vivido como real apenas unos minutos atrás. Pero su intento de revivir la experiencia le pareció demasiado irreal para ser parte del sueño. Ya no era más que un intento de luchar contra la nueva realidad que le traía la vigilia.
Se levantó, tomó un café solo y unas tostadas y salió de casa. El sol ya había ganado altura e iluminaba el azul de un cielo sin nubes. Encendió un cigarrillo y comenzó a caminar hacia la boca de la estación de Court Street que queda junto a la iglesia de la Santísima Trinidad de Brooklyn Heights. Recorrió en silencio los pasillos angostos y sucios horadados bajo los cimientos del templo hasta llegar al andén, en el que esperaban otras dos personas. El metro tardó en llegar y mientras tanto intentó volver a ponerle rostro a la protagonista del sueño. No tenía nombre, como ninguno de los pasajeros que le acompañaban en el vagón, camino de Manhattan. Trató de concentrarse en unos escritos, pero su imaginación volaba a otros lugares.
El tren se detuvo en City Hall más de lo debido. Veinte minutos después, las caras de enfado de los pasajeros se crisparon por completo al escuchar la megafonía de la estación. Una voz casi inaudible les informaba de la suspensión del servicio. La gente caminaba apresuradamente y se amontonaba al pie de las escaleras de las salidas. Al salir, Pedro se encontró con una legión de policía. Los accesos al metro estaban acordonados y numerosos agentes se aseguraban de que nadie se acercara a niguna boca. Un oficial pasaba revista con aire marcial a un retén de dieciséis miembros bajo el andamio de las obras del edificio de la esquina de Broadway y Chambers Street. Unos metros más a la sur, otro grupo de policías tomaba café en la puerta del Starbucks.
Pedro se dirigió hacia la estación de Chambers Street y tomó la línea 2 hasta la calle 14. Bajó dos manzanas y caminó hasta un edificio del sector oeste de la calle 12. Utilizó su carnet universitario para identificarse y acceder al edificio sin firmar en la hoja de registro de visitantes. Tomó el ascensor hasta la séptima planta y entró en una de las salas a través de un pasillo en el que se cruzó con dos desconocidas que le saludaron amablemente. Allí estaban Arnoldo y una chica a la que no había visto antes. Estaban escribiendo una pancarta en la que se leía: "Ningún ser humano es ilegal".
-Hola, soy Belén. Vos sos Pedro, ¿cierto? Ayer hablamos por fono. -Sí, soy Pedro, ¿qué puedo hacer? -Arnoldo se tiene que marchar a trabajar. ¿Te quedás conmigo y me ayudás a hacer unas octavillas? Luego hay que repartirlas en Union Square.
Se pusieron delante de un ordenador y Belén tecleó un texto en inglés y en castellano en el que se invitaba a asistir a la manifestación. Pedro observaba cautelosamente el texto. A pesar de la velocidad a la que escribía Belén, le pareció que el estilo era muy preciso. Identificó un español de Argentina en alguna de las expresiones y dudó sobre una de las palabras de la versión inglesa. Pero le pareció perfecto.
Salieron a la calle y entraron en un café de ambiente parisino. Las mesas eran círculos de mármol de un blanquecino grisáceo sostenidas por pies modernistas de hierro forjado pintados con pintura plástica de color negro. En la pared colgaban dibujos y fotografías del Montmartre de los 60. La luz entraba a raudales por grandes ventanales que iban desde el techo hasta el suelo. Pedro pidió un café con leche; Belén decidió tomar un té con limón.
Ella había llegado a Estados Unidos tres años atrás para hacer el Master en Relaciones Internacionales en la Universidad de Georgetown, con una beca Fulbright. Llevaba desde septiembre en Nueva York, trabajando en una empresa de evaluación institucional de países emergentes. Su tono pausado contrastaba con la velocidad con la que pulsaba las teclas del ordenador. Tenía un aspecto muy cuidado, lleno de pequeños detalles de un estilo muy peculiar. Llevaba una falda larga con una escala de rojos anaranjados a fucsias y una camiseta negra ceñida, con el cuello de pico. Su anillo tenía una piedra negra y sus pendientes eran del mismo tono que el del centro de la escala cromática que coloreaba su falda. Acompañaba sus palabras con movimientos tranquilos de sus manos, mostrando las palmas abiertas cada vez que dejaba entrever una sonrisa.
Belén le explicó el motivo de la manifestación: -A varios congresistas se les ocurrió la brillante idea de criminalizar a los indocumentados. Ese gesto demuestra la estrechez de miras que tienen muchos políticos para abordar un problema que tiene esta sociedad, en la que viven más de 12 millones de personas en régimen irregular. Pero se han encontrado con el rechazo de la mayoría de la sociedad civil, incluso con el de ciertos sectores republicanos. Han paralizado el proyecto de reforma de la Ley, pero todos los hechos han desatado un movimiento imparable que reclama un cambio radical en sentido contrario. La economía de este país se nutre de inmigrantes que son explotados cada día en sus puestos de trabajo. No tienen acceso a los seguros básicos de protección social. Muchos de ellos han decidido no llevar a sus hijos a las escuelas. Hay trabajadores que llevan aquí muchos años y siguen sin poder regularizar su situación. Pero lo que hoy vamos a reclamar no es sólo el derecho a la residencia. Esto no es más que el germen de un movimiento imparable que les dará los derechos civiles y laborales que les corresponden, que les hará salir de las tinieblas de la sociedad y que, más allá, se convertirá en un proceso de dignificación de la condición humana de quienes están levantando el país cada día.
Una vez hubieron repartido los panfletos en Union Square volvieron a la oficina. Allí había un grupo de sudamericanos y una chica suiza que hablaba español con una mezcla de acentos francés y chileno. Pedro empezó a conocer a los presentes mientras Belén salía de la sala. Desapareció.
Al parecer, habían cerrado muchas estaciones de metro de los alrededores de City Hall, así que bajaron por Broadway caminando. Por el camino se encontraron a otros manifestantes portando banderas de Estados Unidos y de decenas de otros países. A medida que se iban acercando al lugar de la manifestación, las calles se iban llenando de personas que confluían en Broadway desde las calles aledañas. Tuvieron que deternerse a cientos de metros de la cabecera. Aún faltaba una hora para que la manifestación echase a andar, pero todo el barrio estaba abarrotado.
Un cordón policial ayudado por vallas metálicas se encargaba de que la manifestación transcurriera sin salirse de los límites de seguridad que habían trazado en las calles por las que discurría la marcha. El desfile era un dragón multicolor que agitaba banderas, pancartas y que coreaba eslóganes en medio de un ambiente festivo. Caminaban con lentitud hasta que tuvieron que detenerse. Ya no se podía avanzar más y decidieron permanecer en el sitio cantando canciones de Silvio Rodríguez y algunas otras que Pedro no pudo identificar.
De repente se hizo el silencio. Trescientos metros más abajo comenzaron a pronunciarse discursos muy breves en inglés, reclamando la regularización de los inmigrantes. Tras escuchar a los tres primeros oradores, Pedro pudo identificar la figura de Belén acercándose decidida al micrófono. No habló de la contribución de los inmigrantes a la economía norteamericana, ni del derecho a disponer de la residencia, o de derechos laborales, como habían hecho los anteriores. Habló de los derechos inalienables del ser humano, que le son propios por su condición de persona y que ninguna legislación puede pasar por encima. Dijo que la negación de los derechos civiles era en realidad una violación de los derechos humanos. Se mostró convencida de que el proceso sería integral: sólo es cuestión de tiempo que reconozcan lo obvio, terminó. Pedro pensó que quizás no la volvería a ver nunca más y ya no pudo escuchar a los que siguieron después.
La muchedumbre fue dispersándose lentamente. Pedro se despidió de sus compañeros de manifestación y se quedó sentado en un banco de un pequeño parque delante del Ayuntamiento. Empezó a imaginarse la manifestación que había tenido lugar en las mismas calles en el año 1927. La gente avanzando entre el griterío, la policía a caballo embistiendo a los manifestantes, la dispersión violenta de una marcha que no pudo evitar que ejecutaran a los anarquistas Sacco y Vanzetti. Ellos, culpables o no de los asesinatos que se les imputaban, perdieron su vida en la silla eléctrica por orden de un auto dictado por un jurado que dijo actuar en nombre de la sociedad.
Pedro volvió a su barrio cruzando el East River por el Brooklyn Bridge. Demasiadas emociones que digerir como para adentrarse en los sucios túneles del metro. Prefirió caminar. No tenía prisa. El sol ya había caído sobre los rascacielos del distrito financiero de Manhattan, que comenzaban a iluminarse en la oscuridad del anochecer. Recorrió el Brooklyn Heights Promenade antes de llegar a casa. Al fondo se veía el estallido de luces de la Gran Manzana. 
Al llegar a casa se encontró un correo electrónico de Belén. Quería volver a tomar un té con limón con él algún otro día.

martes, junio 06, 2006

Bandas sonoras
Cada vivencia, por nimia que sea, impresiona un rincón de nuestra memoria. Muchas de esas experiencias quedan olvidadas en ese almacén, hasta que una melodía nos devuelve ese momento efímero que pensábamos haber olvidado para siempre. Como por arte de magia, un momento del pasado nos inunda las vísceras llevado de la mano de una canción.
El creador se sienta delante del papel sin saber que el sentimiento que impregna su bolígrafo se escapará de sus manos y dejará de ser suyo. Sin pretenderlo, las notas echarán a volar y se convertirán en la banda sonora de millones de vidas. Y cada uno de nosotros se sentirá dueño de esa canción, que tendrá un significado diferente en cada rincón del planeta.
Hay bandas sonoras compartidas, músicas que sonaron en un momento que dos personas registraron en sus estómagos a la vez. Son los sonidos de dos vidas que se solapan a ratos para sentirse parte de una única existencia. Esa canción les pertenecerá durante un tiempo y les devolverá a ese momento dulce cada vez que se acerque a sus oídos. Se habrá convertido en un secreto que podrán rumiar juntos cada vez que la melodía se haga presente. Y cada vez que suene, no hará falta más que una mirada para saber que esa canción les pertenece, porque es parte de un sentimiento compartido.
Pero un día, esa canción que sonaba en el coche camino a alguna playa escondida, o en el dormitorio de un piso prestado, cambia por completo. Esa banda sonora lo será de dos vidas que se olvidaron y sonará de forma diferente en la de cada uno de ellos. Uno recordará la música con el cariño que se tiene por los recuerdos de un sentimiento que se fue desvaneciendo con el paso del tiempo. Pero esa música que adormecía los músculos que rodean el abdomen se clavará en la garganta del otro, dejándola reseca; se habrá convertido en un sonido maldito que enrojece sus ojos con solo imaginarlo.
Esa música que ahogaba el alma deja de hacerlo algún día. De pronto, el rumor de sus notas se aproxima hasta nosotros y nos susurra que ya no hace daño. Cuando menos lo esperamos, se acerca a anunciarnos que sólo viene a traer el dulzor del recuerdo de una vivencia que nos hizo felices en algún momento de nuestra existencia.
You think I'd leave your side baby
you know me better than that
you think I'd leave you down when you're down on your knees
I wouldn't do that
When you're on the outside baby
and you can't get in
I will show you you're so much better than you know
when you're lost and you're alone and you can't get back again
I will find you darling and I will bring you home
And if you want to cry
I am here to dry your eyes
and in no time
you'll be fine
"By your side", Sade

viernes, junio 02, 2006

Familias
Una vez escuché decir que nos encontramos con una familia impuesta, mientras que somos nosotros los que elegimos a nuestros amigos. Y escuché decir que la familia, en consecuencia, queda en un plano inferior.
Nunca pude entender esas sentencias. La familia se va eligiendo. De la misma forma que esos primos segundos que llevan mi apellido nunca fueron mi familia, sé que tengo una cita con ese otro primo segundo que me espera puntual, cada año, como si no hubiera pasado el tiempo. La familia se encuentra al nacer, pero se va construyendo día a día, después de una enfermedad, de un despido del puesto de trabajo o cuando uno se encuentra muy lejos. Estos son los momentos en los que la familia se va creando, cuando la vemos a nuestro lado en el momento en que más la necesitamos. La madre que vela el cuerpo ferviente del hijo enfermo no se elige, pero sus cuidados van quedando grabados en algún sitio del cerebro donde se van creando los afectos. El contacto, el cariño, el amor van construyendo vínculos sobre lazos de sangre que van perdiendo importancia con el tiempo. Y mientras un tío-abuelo político se va convirtiendo en un abuelo más, los nombres de otros tíos-abuelos van desapareciendo lentamente de nuestras memorias.
La familia es lo que más necesitamos cuando estamos lejos. Es lo que más duele abandonar cuando nos embarcamos en experiencias que nos tendrán alejados de nuestro lugar en el mundo durante algún tiempo. Es una parte integral de nosotros -nos aterra que se desmembre en nuestra ausencia, sin poder llegar al último adiós. Es una masa invisible que nos sostiene y que construye nuestros arraigos.
Nueva York es un fluir de gentes. Unos llegan para quedarse, pero otros solo están de paso. En medio de esta maraña, en la que las vivencias, las conversaciones y el descubrimiento de otras personas es inagotable, van quedando algunos compañeros de viaje que permanecen. Son la familia encontrada en un exilio buscado.
La gente que nos rodea no la elegimos. Aparece en nuestras vidas de repente, como producto de la más disparatada cadena de factores que podamos imaginar. Casi por casualidad, nos encontramos frente a personas de las que desconocíamos sus meras existencias apenas unas semanas antes. Y de repente se convierten en el asidero diario que desaparece cuando la familia está lejos. Son los que comparten nuestros momentos de felicidad en los jardines de Washington Square, los que nos hacen reír frente a una taza de te rancio en un albergue de Toronto, los compañeros de bailes de madrugada en algún local clandestino de la Avenida C. Pero algunos se convierten también en los oídos que necesitamos para nuestras angustias, en las manos que nos sostienen cuando nos faltan las fuerzas, en los hombros que recogen nuestros llantos.
Como las familias, la casualidad nos va imponiendo una infinidad de personas que van pasando, que van dejando pequeños trazos en nuestras existencias, que van construyendo partes de nuestros seres. Pero solo algunos permanecen y se hacen dueños de una parte íntima de nosotros. Como la familia de verdad, la que verdaderamente importa, la que vamos eligiendo, algunas de estas gentes que nos ofrece el destino se hace un huequecito entre nosotros en los malos momentos, cuando más los necesitamos. Quizás algún día olvidemos sus nombres, pero sus huellas se habrán quedado marcadas para siempre en alguna parte de nuestras almas.

martes, mayo 16, 2006

Caminos

La vida es un camino que inventamos con nuestros pasos. Normalmente, la inercia decide la dirección en la que nos encaminamos, como si la senda ya estuviera trazada. Y nuestra existencia se convierte en el fluir natural de un río que ya pasó por allí millones de años antes. Pero hay pequeñas decisiones, a menudo insignificantes, que cambian el curso de nuestro devenir de forma dramática.

Un pequeño gesto puede cambiar nuestra vida. Puede conducirnos de forma inexorable a una situación en la que la decisión ya ha sido tomada.

La oportunidad de quedarme en Nueva York de forma indefinida surgió de repente. Y con ella llegó el vértigo. El vértigo no es el miedo a caer. Es la atracción hacia lo desconocido. La decisión que originó la bifurcación definitiva en mi camino ya había sido tomada. Pero no fui consciente. Y me dejé arrastrar sin darle mayor importancia. El vértigo me sobrevino cuando supe que mi existencia ya había cambiado para siempre, cuando supe que ya no había vuelta atrás. El ofrecimiento de quedarme en Nueva York es el abismo: me produce pavor acercarme, pero me atrae de forma irremediable, invitándome a saltar.
De forma repentina, Barcelona se queda atrás, parada en el tiempo para siempre. Los lugares son las vivencias que ocurren en ellos. Y se transforman cuando los personajes no son los mismos. La neblina que cubría el campus de la Autònoma se fue en aquel momento irrepetible, con todas las personas que ya no estarán. Y no volverá. Aquella experiencia fue única y quedó en el recuerdo. Podré volver a aquella azotea, desde la que se veían los tejados del Rabal en la claridad de una noche estrellada. Pero el vino en aquella terraza no tendrá el mismo sabor, porque serán otras personas las que crucen sus miradas con la mía.
El nuevo camino ha quedado trazado. De forma incontrolada, se ha abierto el abismo, que me llama con las voces de las ninfas que arrastraron a Ulises. El abismo no solo invita a saltar. También cambia la perspectiva del camino andado. Volver al viejo camino, que era tan liviano, se vuelve una carga pesada. Se hace insoportable. Rehuir el abismo sería dejar el nuevo camino que se abre en una vía muerta. Ya no llevaría a ninguna parte. Allí quedaría para siempre, con el horizonte cerrado. Las vivencias que nunca ocurrieron nos conducen al lamento perpetuo. Esa es la razón por la que el abismo nos invita a abandonar el camino que dejamos atrás.
No se dónde lleva este camino. No me interesa. Hace tiempo que renuncié a recorrer los caminos desde un origen a un destino. Sé que este es el camino que quiero recorrer y eso es lo único que importa. Este es el camino vital, al que me lleva la llamada de la piel. La vida es un camino y el único destino es la muerte. Se trata de disfrutar del recorrido, paso a paso, a cada momento. Descubrir nuevos paisajes, brindar con nuevas copas, compartir nuevas tertulias. Quién sabe si los caminos no vuelven a cruzarse en algún lugar, con la liviandad recuperada, aunque sea cerca del horizonte.
Nueva York, 16 de mayo de 2006.

viernes, abril 07, 2006

El taxi de Lubo
Lubo se escapó de la Bulgaria de Zhivkov hace más de veinte años. Tras dos años en Italia como refugiado político, un amigo suyo le animó a probar fortuna en Nueva York. Se instaló en una pequeña colonia colombiana de Greenpoint, en Brooklyn, en el límite con Queens. Siempre ha trabajado como taxista. Su historia es la de tantos otros que vinieron de los países satélite de la Unión Soviética a finales de los ochenta. En realidad no se esperaba nada; sólo quería abandonar la vida miserable que le rodeaba. Sin embargo, dice que se habría quedado en Europa de haber sabido cómo iban a ser sus días en Estados Unidos.
Entra a trabajar a las cinco de la tarde y se marcha a dormir cuando le parece, porque dice que no merece la pena agotar la jornada hasta las cinco de la madrugada, que es cuando su compañero de relevo comienza su turno. "Manhattan está vacío a partir de las once y no hay manera de hacer negocio", protesta. Tiene que pagar 650$ a la semana, además de la gasolina. Dice que hay días que ingresa los 120$ que necesita para cubrir gastos a la una de la madrugada, cuando lleva ocho horas al volante. Cuando subió la gasolina fue peor: llegaba a pagar 45$ al día y se hacía casi imposible tener una ganancia digna. Razona bien. Para él, la guerra de Iraq -y cualquier otra que venga- tiene la culpa de todo. La escasez de petróleo hace subir los precios del combustible. "Pero eso no es todo", aclara. El gobierno tiene que endeudarse más de lo habitual y tendrá que acabar subiendo los impuestos o reduciendo las partidas de gasto. "Al final los precios suben y los servicios empeoran, mientras nuestras tarifas siguen congeladas; ganamos más, pero perdemos dinero", resume. Toda una lección de economía de alguien que se ha hecho a sí mismo.
Pasamos por delante de la calle que da paso a su barriada veinte minutos después de haber salido de Astoria. Vive con tres colombianos en una casa adosada hecha de ladrillo y tablas, como tantas otras de la periferia de Nueva York. "Cualquier día salimos ardiendo por culpa del incienso de uno de mis compañeros", se queja sin darle mayor importancia. "Al menos he aprendido español", dice con un castellano ininteligible. Union Avenue es un reguero de casas salpicadas de talleres, garajes y gasolineras y muchos descampados. Greenpoint todavía escapa a la especulación que ya ha saltado el East River y ha hecho subir los precios de la vivienda en algunos barrios de Brooklyn hasta en un 35% en un solo año. Dice Lubo que el día que el barrio le guste a los artistas y empiecen a instalarse, ellos tendrán que marcharse, como vienen haciendo muchos vecinos de Park Slope, relativamente cerca de aquí, que no pueden aguantar la subida de los alquileres.
Lleva toda una vida trabajando y no tiene nada. Está pagando los estudios universitarios de dos sobrinos que tiene en Sofía. Antes ayudaba a su madre, hasta que murió tres años después de la última vez que la vio. El año que viene darán otras trescientas licencias de taxi, las mismas que han dado este año. Eso hará que el negocio ya no compense. Está pensando en marcharse a Las Vegas, donde los taxistas trabajan a sueldo y viven prácticamente de las propinas.
A lo lejos se ven los rascacielos de Downtown Manhattan y el reloj de la torre que preside Brooklyn Heights. Entramos en el barrio por el Mall de Fulton Street. Las calles tienen las aceras impolutas y los edificios refinados recuerdan a los de los barrios más lujosos de Londres. Se ven grupos de jóvenes fumando animados en la puerta de los bares. Y parejas de treintañeros empujando carritos. El sol va perdiendo intensidad, pero el cielo sigue de un azul límpido. "Es un barrio estupendo", dice Lubo. Desde luego lo parece. Y aquí vengo a instalarme.
La taberna de Yorgos
Un ruido ensordecedor me despierta de mis pensamientos con un sobresalto. Acaba de pasar un tren seis metros por encima de mí y el amasijo de hierros que compone la estructura que soporta la vía no para de temblar. La línea N-W sale de las entrañas de Manhattan nada más cruzar el East River y se pasea por lo alto de Astoria hasta llegar a Ditmars Boulevard. Desde los trenes se ve una de las mejores vistas del Midtown. Los rascacielos de Manhattan al fondo contrastan con los almacenes y los modestos edificios de Queens, que quedan a ambos lados de las vías del metro. Una vez en el corazón de Astoria, el paisaje se torna de color Londres Victoriano, salpicado por algunos edificios neoyorquinos de posguerra, bloques en forma de paralelepípedo rectangular de base angosta y cinco alturas, con escaleras de incendios en la fachada.
La taberna de Yorgos se encuentra en la Calle 31, cerca de la Avenida 30. La parte izquierda del local queda detrás del mostrador, que parece copiado de cualquier bar de Kefalonia, la isla donde nació Yorgos. La barra está llena de pasteles de espinacas, empanadas de carne y baklavas. La camarera se acerca y me pregunta con una cierta desgana si puede ayudarme. Aunque la expresión es absolutamente americana, su acento revela al instante su país de procedencia. Kostas se levanta y se dirige hacia mí con determinación, diciéndole una frase a la camarera de la que solo puedo descifrar que soy de España. Además de una bandera de Grecia que cubre buena parte de una de las paredes, las fotografías de unas ruinas jónicas y de unas calas situan la taberna a miles de kilómetros de aquí.
Los hombres juguetean con sus begleris o cobolois mientras hablan con relajo, gesticulando y agitando las manos en señal de resignación. Kostas ya ha comido, pero me pide un bifteki y una horiatiki salata, que llegan en pocos minutos. A mi alrededor siguen enzarzados en una discusión amable que no consigo situar, mientras de fondo se escuchan las noticias que llegan de una estación de televisión griega.
Yorgos acaba de encender un cigarrillo. La ley lo prohibe, pero dice con arrogancia que en su bar hace lo que él quiere. Y me invita a encederme uno, que fumo mientras llega un café turco que en Grecia siguen llamando 'griego'.
Kostas se marcha cuando llega Ekaterini, la hija de Yorgos, que estudia un máster en Stern, la Escuela de Negocios de NYU. A diferencia de su padre, ella ha visitado Madrid y Barcelona, además de otras ciudades europeas. Le encanta Grecia, pero supone que acabará trabajando en alguna empresa financiera de Nueva York. Intercambiamos los números de teléfono y me marcho a casa de Elina a recoger mis maletas. Hoy me mudo a Brooklyn Heights.
Kostas
Kostas nació en Sparti a finales de los años cuarenta. Su padre murió de una neumonía cuando tenía cuatro años y se marchó con su madre y una hermana a la casa de un tío suyo en el barrio de Astoria. Su tío era estibador y un día se enroló en una barco que le llevó a Nueva York. Comenzó a trabajar en un muelle de Queens, justo enfrente de Roosevelt Island. Cuando se enteró de la muerte del padre de Kostas, no dudó un segundo en enviarle dinero a su hermana para que se trasladara con sus hijos a vivir con él.
Kostas fue al colegio Agios Demetrios de Astoria hasta los 14 años. Su tío ya había planeado que trabajara en una taberna del barrio, así que no tuvo otra opción. Sostiene un capuccino humeante mientras me cuenta que era bueno en matemáticas, pero que no se arrepiente de haber entrado en el negocio de la hostelería. Ahora regenta una cafetería moderna en la Broadway de Astoria y dice que le va bien, esbozando una mueca de afirmación.
Kostas va a Grecia cada año. Su gesto tranquilo empieza a crisparse cuando habla de la situación política de su país. Despotrica de Simitis, del que dice que llevó a Grecia a la ruina por su gestión de los Juegos Olímpicos. Karamanlis le parece un inepto que no acaba de atajar el problema de aptitud de los griegos. Sin embargo, aunque se confiesa simpatizante de Nea Demokratia, elogia a Papandreu: nada que ver con su hijo, apostilla.
Kostas se levanta temprano cada día. Recibe a sus proveedores, otros griegos de Nueva York, a primera hora de la mañana y después abre la cafetería al público. Se pasa allí todo el día, hasta las once que cierra. A la hora de comer se va a la taberna de Yorgos, donde almuerza desde hace más de veinte años. Allí se junta con sus amigos, todos emigrantes o hijos de emigrantes. Su vida le parece normal, igual que la de otros compatriotas emigrados. Trabaja de sol a sol y lleva una vida austera. Todo lo que gana lo ahorra para el momento de la jubilación. Volverá a Grecia a vivir sus últimos días en la tierra que le vio nacer. Para Kostas, Estados Unidos no es más que el país en el que le ha tocado ganarse la vida. No es más que una etapa que hay que pasar para llegar al estadio superior que empezará el día que regrese.
Se ha hecho de noche en Astoria. Kostas se marcha un momento a hablar con otro griego que ha venido a verle. Antes de abandonar mi mesa, se asegura de que no quiero más café y le repite a la camarera que no me cobre. Le miro de lejos gesticular y agitar su coboloi de manera pausada pero incesante y me dejo llevar por el recuerdo, tan distinto, de la primera vez que pisé Nueva York, hace exactamente siete meses.
Elina acaba de entrar por la puerta. Cogemos las maletas y nos vamos a su casa. Kostas me cita en la taberna de Yorgos para comer algún día de estos. Llevo tres horas en Nueva York y todo me resulta tan familiar, que me siento como en casa.

martes, febrero 21, 2006

El inventor de utopías
Ese chico flaco y desgarbado, de melena larga y negra, que grita "libertad" subido en un poste al que se sujeta con sus vaqueros de campana gastados, sueña con cambiar el mundo. Sólo conoce la dictadura y casi no se imagina la forma del valor que reclama desde lo más hondo de su pecho. Los textos prohibidos conseguidos de manos de sindicalistas curtidos en luchas obreras descarnadas son su única ventana a un universo que casi no se imagina. Escribe sus sueños, de la vida y del amor, en poesías inocentes de adolescente, gastando las horas muertas mientras sirve de soldado de reemplazo. Todavía no sabe que un día se levantará encorajinado antes del alba y cortará una autopista del extrarradio de Madrid para pedir que construyan una pasarela por la que cruzarla para llegar a la parada del autobús. Ni que un día se concentrará delante de la prisión de Carabanchel gritando “amnistía” con la misma energía que empleaba colgado de aquel poste. Tampoco es consciente de que los ecos de sus palabras harán desaparecer de las memorias la imagen de una mujer doblando el espinazo mientras acarrea agua de las fuentes. Un día verá esfumarse los fangales que rodean las infraviviendas entre las que vive, que más tarde desaparecerán también, cuando las horas robadas a los suyos hayan servido para que muchos puedan llamar hogar a sus casas. Y después verá como nuevas utopías van dejando de serlo, golpe a golpe, hecho a hecho. Ese chico flaco dejó de serlo hace tiempo. Las canas empiezan a cubrir su pelo, cada vez más escaso. Y la gordura ha hecho olvidar aquel perfil de aprendiz de roquero que trataba de emular a Mick Jagger. Han querido arrodillarle muchas veces, pero sigue inquebrantable. Sigue inventando utopías, fiel a unos ideales, en ocasiones prestados, que nunca se ha molestado en racionalizar. Aunque ha cambiado, sigue siendo el mismo jovenzuelo flaco lleno de ilusiones, dispuesto a embarcarse en una nueva batalla, capaz de cambiar el mundo que le rodea, capaz de dar vida a nuevas utopías, como el agua a la madreselva. A veces inconsciente, quizás no sepa nunca que su mejor legado son sus principios, que subyacen en cada paso que dan los que han hecho de ellos una forma de vida. 
“La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.
Eduardo Galeano.

sábado, diciembre 10, 2005

Palabras en clave
Hoy me he levantado después de dormir tres horas menos de las que siento que tengo que descansar para poder rendir. Me he adelantado al despertador por el sobresalto que me ha producido haber conseguido demostrar que una función es decreciente en una de sus variables. No es que sea muy relevante, pero se trata de lo único que me falta para terminar una demostración para uno de los artículos de mi tesis. Como era de esperar, todo era un sueño y la proposición sigue sin tener por qué ser cierta. Pero he decidido levantarme y ponerme a ello, convencido de que estoy a punto de saberlo.
Lo que ha ocurrido después es que he abierto mi correo y he visto que alguien había mandado un comentario a mi anterior escrito en este blog. Y ese comentario me ha dejado boquiabierto; por lo que dice y, sobre todo, porque no tenía ni la más remota idea de quién podía haberlo escrito. Lo primero que he pensado es que sentía tener que defraudar al que piensa así. Porque es posible que mis palabras le suenen a música - soy agnóstico sobre el efecto que lo que escribo tiene en los demás, porque eso depende del prisma que utilice cada uno para filtrar lo que lee- pero, sin embargo, doy muchos pasos hacia ninguna parte, tengo muy poco de casi nada aunque necesite de casi todo, mi aventura no es tan rica como la de ese andaluz tan claro y no creo que mis pasos ayuden a avanzar a nadie más que a mí mismo. Pero todo esto que digo da igual. Que cada uno piense lo que quiera. Y que lo escriba, si le parece. Me gusta que la gente que lee este blog, que es gente a la que quiero, se exprese como le venga en gana. Y que se esconda en el anonimato si no quiere que los demás sepan de quién se trata.
Esas palabras del comentario han dejado de sonar estrambóticas cuando después de ir pensando en las personas que sé que leen este blog, una por una, he caído en la cuenta de que solo una de ellas podría haberlas escrito. Y viniendo de esa persona cobran sentido. No porque no piense que se equivoca, sino porque el prisma con el que las destilo está pensado para comprender que su mensaje quiere expresar algo que solo yo puedo entender. Llevo mucho tiempo esperando el momento del reencuentro y quizás este blog, sin pretenderlo, ha servido para preparar el terreno. Y así es como me tomo estas palabras que, después de chafarme los planes de trabajo durante un par de horas y de hacerme pensar que había alguien por ahí que había perdido la cabeza, me han alegrado el día, encuentre o no el final de la dichosa demostración que no me deja dormir.
"Si tú no te das cuenta de lo que vale, el mundo es una tontería y vas dejando que se escape lo que mas querías". "Echo de menos", Kiko Veneno

viernes, diciembre 09, 2005

"Si vienes a Madrid, ya eres de Madrid"
De pequeño, cuando se acercaba el verano y hablábamos de nuestros destinos veraniegos en el patio del colegio, siempre contaba con felicidad que pasaría el mes de agosto en Huelva, que es donde nació mi madre. La mayoría de nosotros pasábamos largas temporadas en el pueblo de nuestros padres. Hijos de castellanos, de extremeños, de andaluces o de algún gallego volvíamos en septiembre contando correrías estivales en montes, playas o ríos, fiestas en honor de una patrona y reencuentros con amigos de temporada. Recuerdo pararme en los bancos de las calles de mi barrio a escuchar a los abuelillos, que relataban con nostalgia vivencias de juventud en La Mancha, historias de maquis de Cuenca o emigraciones forzosas del campo pobre de Jaén. Mi mente de niño imaginaba que era una coincidencia mágica que muchas de las familias de mi barrio vinieran de los mismos pueblos: de Campo de Criptana, de Barajas de Melo o de Torredelcampo. Recuerdo que yo solía decir que era mitad andaluz, mitad castellano, mitad madrileño y un poco de canario. Después escuché que una amiga mía de la juventud, quizás consciente de que las partes debían sumar uno, solía definirse de niña como mitad madrileña, un cuarto de segoviana y un cuarto de catalana.
Un día descubrí que todos nosotros éramos madrileños, porque ser de Madrid es ser hijo o nieto de emigrantes. Hace dos años vi en un programa de televisión al primer madrileño nieto de madrileños que conseguía identificar como tal; se trataba del Alcalde, precisamente. Es lo que en Madrid muchos llaman ser gato y, aunque debe de haber muchos, sobre todo en el barrio de Chamberí, yo no he sido consciente de conocer a ninguno. Quizás ayudara el hecho de que nuestros apellidos, de origen castellano la mayoría, no permitieran la distinción del origen. Aunque creo que es más probable que la razón última sea que el pueblo de Madrid es un pueblo mestizo y, como no podía ser de otro modo, acogedor con los de fuera, que siempre se han convertido en los de dentro de forma inmediata. Todos hemos sentido nuestros orígenes familiares con pasión, en perfecta armonía con nuestro carácter de madrileños. Esta idiosincrasia colectiva es la que nos ha definido desde siempre. Y esa es la razón de que el eslogan de la última campaña publicitaria de promoción de nuestra ciudad fuera "Si vienes a Madrid, ya eres de Madrid". Y esta es también la razón por la que siempre me he sentido orgulloso de ser madrileño.
Recuerdo el Madrid de los fines de semana de los ochenta como una ciudad popular: los bares de mi barrio repletos de gente discutiendo de fútbol en torno a vasos de Cinzano rojo, niños de la mano de sus padres en la plaza de Quintana intercambiando cromos, gentes invadiendo las tabernas de Huertas en las tardes de sábado. Los hombrecillos, que es como llamábamos a las generaciones de jóvenes de mi barrio, nos hablaban de la famosa movida, esa que promovía Tierno Galván con sus bandos. Madrid, que fue la última plaza republicana, que fue lugar de manifestaciones de estudiantes y obreros en los setenta, trataba de hacerse un hueco en la modernidad democrática a golpe de impulsos ciudadanos, llenos de esa impronta tan madrileña, hecha de gentes de todas partes.
El Madrid de los ochenta era distinto del de diez años antes, en el que inspectores de gris te pedían el carné en la Gran Vía y la P-4 llegaba de Ventas a la parada del bar de Raúl de mi barrio. Y de la misma forma, el Madrid de los noventa dejó atrás los pelos enmarañados, al estilo de Alaska, para poblarse de tribus urbanas, de bares elegantes, de calles asfaltadas en los barrios de la periferia y de vagones de metro más limpios que aquel de la línea 1 con trasbordo en Sol que cantó Patxi Andión.
El autobús número 281 va camino de Canillejas con cincuenta trabajadores de San Fernando de Henares. Uno de los pasajeros nació en Guadalajara y mira a su alrededor con cierto estupor, intentando identificar alguna conversación en español. Entre sonidos indescifrables en árabe de Alhucemas, en rumano y polaco, fija su atención en dos jovencitas morenas que hablan un castellano con acentos caribeños. Es viernes y hablan de sus planes para el fin de semana. La más joven dice que irá a ver a un colombiano del que se ha enamorado a un bar de latinos de Vallecas, al que va cada sábado. Su amiga la mira con una cierta envidia. Ella tiene que planchar en casa los sábados para redondear sus ingresos y poder mandar dinero a su marido, que cuida de sus hijos en Santo Domingo. Su ilusión se desvanece por momentos, cuando recuerda con los ojos enrojecidos que se acerca la tercera navidad que pasa sin ellos. La mujer de Guadalajara no sabe que esos chicos con los dientes de oro que van en el asiento de delante se conocieron cuando eran estudiantes en la Universidad Politécnica de Bucarest. No entiende que el rubio le está explicando a su amigo el tiempo que necesita trabajar en España para poder comprarse una casa y montar una tienda en su pueblo de Transilvania. Tampoco sabe que el chico que duerme en el asiento de al lado tardó veinte días en llegar a Madrid desde que salió de su pueblo del Rif, con los ahorros de toda la vida de su familia en el bolsillo. Este año han brindado por su salud en la fiesta del cordero, que juntó a sus familiares en una casa de adobe con la fachada celeste. Un primo suyo, al que convenció para que intentará llegar a España, desapareció el mes pasado en el intento.
Madrid ya no es una ciudad de gentes de España, de cañas de cerveza y de churros con chocolate. El metro cada vez se parece más al de Nueva York, en el que se hablan más de ciento cincuenta lenguas. Muchos bares de Lavapiés ya no sirven pinchos de tortilla. Los shawarmas han ido desbancando silenciosamente a las paellas de pollo y guisantes que se servían a 75 pesetas junto al Automático, que se nutre de jóvenes antiglobalización cada viernes. Pero los delicuentes siguen siendo los más pobres y, como en los años ochenta, cuando asaltaban a los taxistas a golpe de punzón junto a la yugular, los padres de los que roban no nacieron en Madrid. Los peones de albañil siguen siendo de fuera y siguen trabajando bajo el cielo helado de diciembre. De la misma forma que los hijos de los obreros empezaron a llenar las aulas de las universidades con los primeros gobiernos socialistas, ahora empiezan a entrar esos otros madrileños de apellidos impronunciables. Los gitanos con sus carros llenos de chamarilería han ido desapareciendo de nuestras calles, que se han empezado a llenar de rumanos de labios cortados por el frío, que se abalanzan sobre los parabrisas de los coches cuando se detienen en los semáforos en rojo. Los barrios de las afueras se siguen plagando de gentes de los mismos pueblos, aunque ya no son de La Mancha, ni de la Alcarria, ni del campo de Jaén.
Madrid ha dejado de ser la que era, como cada década. Pero en esta hemos dado un paso atrás. Ya no es esa ciudad de gente amable y acogedora. Ya no saludamos a la mujer del piso de al lado, que ha vuelto a ponerse el velo, como cada mañana, antes de salir de casa. Ya no podemos enorgullecemos de la diversidad, que rechazamos; ni de nuestra hospitalidad, que se ha borrado de sopetón. Yo, sin embargo, aún guardo la esperanza de que, algún día, quizás en la próxima generación, una mujer de Guadalajara pueda sentirse entre los suyos cuando viaja en el autobús con sus vecinos. Sólo entonces podremos ser dignos de anunciarnos ante el mundo dicendo que "Si vienes a Madrid, ya eres de Madrid".
" Pero siempre hay un sueño
que se despierta en Madrid,
pero siempre hay un vuelo
de regreso a Madrid".
" Yo me bajo en Atocha", Joaquín Sabina

martes, noviembre 29, 2005

Zamba del olvido

En ocasiones, uno encuentra que el sentimiento que quiere expresar no le pertenece, que otros lo han experientado de la misma forma y que, por esa razón, no es único. Genuina puede ser la vivencia, como mucho. A veces y aunque parezca paradójico, las sensaciones son tan nítidas, que uno no encuentra las palabras precisas para describirlas. Entonces, uno echa mano de la expresión de ese parecer que escribieron otros, con mucha más fortuna y delicadeza que la que uno acierta siquiera a imaginarse para sus escritos. En este caso, el maestro es Jorge Drexler. Los ecos de lo que cantó algún día me están acompañando en casi todos estos momentos de trabajo de esta semana que no deja respiro. Su expresión, aparte de acertada, es preciosa, ¿no?


Olvídame,
esta zamba te lo pide.
Te pide mi corazón
que no me olvides, que no me olvides.

Deja el recuerdo caer
como un fruto por su peso.
Yo sé bien que no hay olvido
que pueda más que tus besos.

Yo digo que el tiempo borra
la huella de una mirada,
mi zamba dice: no hay huella
que dure más en el alma.

"Zamba del Olvido", Jorge Drexler

sábado, noviembre 12, 2005

A la española
Al final el partido acabó 5-1. Nadie lo hubiera dicho, visto el juego de la selección en la fase de clasificación. Pero al final, a última hora, muy a la española, nuestro equipo acaba haciéndonos olvidar lo mal que lo ha hecho durante estos meses atrás. No sé si ha sido producto del trabajo o fruto de la suerte. Supongo que un poco de ambas cosas. Curiosamente, en este breve lapso de tiempo entre el anterior y este escrito acabo de ver un poco de luz al final del túnel de este artículo que llevo dos meses intentando escribir. No sé si por azar, o por algo de tenacidad, he acabado sabiendo dónde quiero llegar. Ahora se trata de recorrer ese camino y ver dónde nos lleva. Espero que el partido de hoy sea un buen presagio de lo que nos queda. Siempre está el partido de vuelta y las cosas pueden truncarse cuando uno menos se lo espera. Pero, por el momento, uno se alegra de que las cosas se vayan enderezando, aunque sea así, a última hora, tan a la española.
Tardes de fútbol
Delante de mi ordenador portátil, en la era de la tecnología, oigo el partido de ida de la respesca que enfrenta a España y a Eslovaquia por un billete para el mundial de Alemania. Quiero que gane España. Me gusta ver los partidos del mundial en los bares de mi barrio, rodeado de forofos que solo se ponen de acuerdo conmigo cuando juega la selección; las cosas de ser madrileño y del Barça. Los primeros partidos del mundial de Corea y Japón los viví en Inglaterra, un poco asustado por los malos modales de estudiantes imberbes que me increpaban cada vez que me cruzaba entre ellos y la pantalla. El partido de clasificación para cuartos de final, frente a Irlanda, lo vi un día muy caluroso sentado en una plaza al lado del Hôtel de Ville de París, junto a cientos de españoles. Fue una semana mágica descubriendo una ciudad por cuarta vez; París no era la misma, al recorrerla con un amor de mi vida. La eliminación a manos de Corea la vi con mi gente, muy de mañana, entre el enfado por el arbitraje que nos apeó del sueño, como tantas otras veces, por tantas razones diferentes.
Maldini y Alcalá están explicando las virtudes del juego de nuestro equipo, que parece que lo está haciéndo bien. Paco González remacha algún aspecto negativo, interrumpido por algún grito de Pepe Domingo Castaño, que anima con el corazón y pide paso para fumarse un purito Reig. Quien escucha el "carrusel deportivo" en esas tardes de domingo de fútbol en la SER no puede imaginarse un partido sin puritos, coronitas o viajes de talonario Bancotel. Manolo Lama está relatando con entusiasmo -como siempre- el trascurrir del partido; el cambio de juego de Albelda en el centro del campo, el pase al toque de Xavi, que está jugando adelantado,... ¡Espera, que la tiene Luis García!,... ¡¡Goooooooooooooool!! Esto, que empezaba con otra idea, se acaba de interrumpir por la cara de sorpresa del vecino, que acaba de asomar la cabeza por la ventana, asustado por mi grito de alegría. Parece que en Manhattan no saben que juega España. Sorpresa, por cierto, la mía, que acabo de enterarme de que es el segundo que marcamos en menos de diez minutos. Uno está tan ensimismado en lo que escribe que deja de escuchar lo que oye.
Pero quería decir, al empezar este relato, que en la era de la tecnología, frente a un ordenador portátil, me parezco a mi abuelo Domingo. Lo recuerdo en su catorce-treinta blanco impoluto, al que sacaba brillo con empeño, con su pelo negro bien peinado hacia atrás, con su cara de Marcelino. Lo recuerdo fumando un Ducados con la ceniza infinita en el extremo; de vez en cuando abría la ventanilla, con un giro cansino del hombro, para dejar que cayera fuera del coche, con un golpe seco del brazo, hacia delante, muy distinto del gesto del dedo índice que vemos en los hombres de hoy. Miraba la radio de soslayo, un poco ausente, y ponía mucha atención, como abstrayéndose del mundo, cuando se oían los pitidos que anunciaban un gol en no se sabe qué campo. Siempre sostenía un bolígrafo Inoxcrom, la mitad plateado, la otra mitad granate, y el calco de una quiniela que siempre empezaba siendo de catorce, cuando la depositaba en la casa de loterías de la calle Boltaña. Al final, la mala suerte y mil injusticias que maldecía sin mucho entusiasmo le dejaban con siete u ocho aciertos. Su decepción la curaba algún gol de Víctor desde fuera del área, un remate de Migueli al palo en el lanzamiento de un saque de esquina, un pase medido de Schuster o la galopada de Julio Alberto por la banda izquierda. También le escuché maldecir la suerte de Juanito o de Santillana, que nunca merecían los goles que marcaban. A veces detenía mi bicicleta, la volcaba sobre un pedal, junto al coche, y golpeaba la ventanilla con los nudillos. -Dichoso chico-, solía decir, con su enfado amable, mientras abría la ventanilla. Me apoyaba con los brazos en la puerta y lo miraba con atención.- ¿Cómo va la quiniela, abuelo? -La hostia del Eibar, que me ha vuelto a joder. Así era; siempre había un culpable que estropeaba su quiniela. -¿Y el Barça?. -Dos-uno, ahí va de ahí- me interrumpía si oía los pitidos anunciando un nuevo gol. Yo me marchaba a seguir jugando y allí se quedaba él, esperando hacerse rico, como tantas veces había imaginado. O dejando pasar el tiempo, quién sabe, con la rutina de siempre.
No sé dónde veré a España jugar el mundial. Queda mucho tiempo y el futuro se presenta un poco confuso. De momento, seguimos ganando dos a cero; tenemos margen. Pero uno nunca sabe si un quiebro inesperado de las circunstancias cambiará nuestras ilusiones antes de tiempo, como tantas otras veces. Acaba de marcar Eslovaquia. Prefiero no tomármelo como un presagio metafórico de lo que me queda por delante. Creo que ya va siendo hora de acabar este relato y ponerme a trabajar un poco, no sea que el destino acabe jugándome una mala pasada.
"Y no conocen la prisa
ni aún en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino,
donde no hay vino, agua fresca. Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y un día como tantos,
descansan bajo la tierra".
"He andado mucho caminos", Antonio Machado.

viernes, noviembre 11, 2005

Los caminos del azar
Newland Archer se dirigió hacia el mirador donde estaba la condesa Olenska. Un deseo irrefrenable le empujaba a verla, pero decidió que sus miradas no se cruzaran. Él vio su silueta al fondo, junto a las aguas, y pensó que solamente se acercaría si ella se giraba. Quizá un viento molesto en su cara o un ruido tras de sí le harían darse la vuelta y encontrase con la figura de un hombre que la contemplaba deseoso de encontrase con ella. Pero el día era apacible y silencioso; ella permaneció inmóvil y él se marchó con el abatimiento que produce el fracaso. Uno querría decirle que ella también quería verlo y que era muy sencillo que pudieran disfrutar de la compañía mutua. Pero él quiso que fuera el azar el que dispusiera el encuentro. Y aquel día la suerte no se puso de su parte.
Qué fuera lo que empujó a Newland Archer a decidir que una absurda coincidencia pudiera cambiar el guión ya escrito de la película es algo que queda a la interpretación libre de cada cual. Es posible que le invadiera el hastío de ser el único en querer cambiar el destino ya decidido de dos personajes; o la fe ciega en que los acontecimientos acaban donde tienen que hacerlo, sin que uno deba desafiar las fuerzas de la naturaleza con demasiado empeño. Uno quiere pensar que se equivoca, que el destino lo decide uno mismo. En ocasiones, uno piensa que las cosas pueden ser como las sueña, si persiste en el intento. Pero en otras, uno prefiere no tensar las cuerdas que manejan las marionetas que somos y dejar que la mano invisible nos libre de la carga de decidir nuestro horizonte.
El frío ha caído sobre la isla de Manhattan. La humedad asfixiante de los primeros días ha ido desaparecido lentamente entre las nubes grises que han ido cubriendo la ciudad de forma silenciosa. Las manos tiemblan buscando los bolsillos, la nariz enrojece, la cara se tensa y el paso de pies fríos se acelera buscando un lugar más cálido en el que poder detenerse a pensar. La frialdad le recuerda de sopetón que ya ha pasado el ecuador de su estancia en Nueva York. Sólo quedan cinco semanas, que cada día parecen más insuficientes para volver con los deberes hechos. Una cuesta abajo que uno siente que se hace más picada a cada momento. Unos días que uno siente escasos para cerrar una etapa.
La ciudad sigue su ritmo frenético y no espera a los rezagados. Park Avenue South es un hervidero de personas que se encuentran para vivir una noche de viernes lejos de la soledad que se apodera de las gentes en un espacio sin tregua. Esperan a que los semáforos detengan el devenir imparable de taxis amarillos entre sonrisas y gestos de ternura. El hombre que apenas sobresale del puesto de cacahuetes en el que trabaja a la intemperie dejó de mirar las caras del triunfo hace tiempo. Se afana en calentarse frotando sus manos decrépitas por el frío y unos genes que no quisieron darles la forma habitual. Uno evita su rostro y dirige la mirada hacia un ventanal que le separa de una pareja que escenifica poses ensayadas en momentos de soledad. Y pasa de largo.
¿Qué planes tienes para mañana? No lo sé. Sólo puedo pensar en el día que se está marchando hoy.
"Caminante son tus huellas
el camino, nada más;
caminante no hay camino
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino
sino estelas sobre el mar.
¿Para que llamar caminos
a los surcos del azar...?
Todo el que camina anda,
como Jesús sobre el mar."
"Caminante no hay camino", Antonio Machado
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